
Es como dice la canción “si uno fuera a llorar cuanto termina no alcanzaran las lágrimas a tanto…”. No me voy a echar en una cama a morir de sufrimiento. Es verdad que duele, claro que duele, pero solamente un rato. Después viene la imagen del otro Juan y su sonrisa invitándome a hacer planes. Eso basta para que el dolor dé media vuelta y se vaya a estampar huellas a otro lado. Creo que esta vez le ha tocado a mamá, porque andaba triste y salió sin decir adónde. Regresó como quien se ha quitado un pequeño peso de encima pero le queda otro, más grande. Tiene que ver con mi papá, pero no entiendo qué es. Además, aprendí tan rápido a no preocuparme por entender, a olvidarme de sus tristezas al minuto siguiente de percibirlas. Ellos jamás se toman la molestia de hacerme preguntas cuando me ven escondiendo las mías en los pasillos. Y así vamos viviendo en medio de larguísimos silencios limitados por saludos y despedidas, usando solamente las frases que se pueden decir sin incurrir en intimidades, sin ternura alguna. Buenos días. Buenas noches.
Tal vez por ese clima de hielo seco, por ese humo frío que nos envolvía a toda hora, es que yo soñé y pedí tantas veces que me regalaran una casita de muñecas. Pero una casita real, con bloques y cemento, puertas, ventanas, muebles, cortinitas de cuadros rojos y blancos. Teníamos un patio enorme, todavía está ahí pero nadie va a usarlo nunca más, y yo me empeñé en que me construyeran ahí mi casita con jardincito y todo. Yo me imaginaba dueña y señora de ese hogar en miniatura, de ese mundo en falso que ya estaba empezando a poblarse de seres cariñosos y queridos para los que yo era un ser insustituible. Un lugar en el que yo iba a crear mi propio clima, en el que todo estaría dispuesto según mis deseos y no cabría ni una discusión ni una tristeza. Pero mamá no logró convencer al viejo. Tampoco insistió lo suficiente, se lo dijo dos o tres veces y como él decía sí, ya veremos, la niña está muy pequeña todavía, déjala que crezca un poco… Ahora la niña está demasiado crecidita para jugar a las muñecas.
Pero esas ganas de tener un mundo propio, cerrado y armónico no se me han ido. Cada vez que cierro una puerta y me quedo sola, la posibilidad de ese mundo se abre para mí sin límites, como la propaganda de la tele que dice “hay un sólo lugar en la casa donde usted puede lograr sus fantasías”. Pero las mías son más anchas y más hondas. Cuando entro al baño se inicia un rito lento que es a la vez venganza por todo el apuro que tuve que soportar en el internado, donde diez minutos para bañarse era ya tardanza. Me desquito desvistiéndome con movimientos en cámara lenta. Siento las telas resbalar por mi piel como manos sin urgencia. Me cepillo suavemente el pelo. Espero sintiendo de lejos el rocío de la ducha hasta que el agua se pone tibia. Y es ahí cuando empiezo a vivir una vida que jamás tendré, impregnada de un glamour que marea, bañada de burbujas, rodeada de caballeros sonrientes que me acercan su boca olorosa a cigarro para pedirme un baile. Llega el momento en que la orquesta hace una pausa, se apagan las luces y un reflector me busca entre la gente. Camino lenta y ondulante, en un fabuloso vestido plateado que tintinea en la luz que baja del cielo. Me acerco al micrófono y todos esperan en silencio. Mi voz, de una belleza inimitable, surge sin esfuerzo entonando a capella la primera frase de una canción muy conocida. Aplausos apurados y felices me interrumpen. Espero sonriente. La orquesta inicia la música para acompañarme y ya todo es mío, el alma de aquellos que me escuchan me pertenecerá mientras cante y esta luz me destaque. Es el sueño que más me gusta, pero tengo otros y en eso puedo pasarme horas.
No es que quiera que el tiempo se me pase sin llenarlo de algo. Mi necesidad de hechos, acontecimientos y sucesos concretos crece cada día mientras espero que esta situación se decida, que estos meses horribles de indefinición se acaben y yo pueda estar ya estudiando, ocupada, llena de tareas y deberes con apenas el tiempo justo para hacer una cita corta que no dure más de lo preciso. Por eso tengo un almanaque en el que tacho con tinta china negra cada día que pasa. Lo anulo en la oscuridad para siempre, lo vuelvo mancha, pozo, hueco, nada. Como lo hago ahora con este día que muere.
Ya me bañé. Ya cené. ¿Con qué voy a llenar ahora estas horas que tarda en llegar el sueño? Tal vez dando una vuelta por el patio, aunque Juan ya no venga, aunque estén esos árboles moviéndose en la oscuridad como si me amenazaran, aunque escuche ruidos que me asusten. Alguien anda por ahí, del otro lado de la pared por donde Juan saltaba. Pensé que él era el único que pisaba ese patio pero parece que no. Alguien corre, más bien son como dos o tres que se persiguen. Oigo a una mujer a la que le ahogan gritos o risas o quejidos, un miedo enorme. No entiendo qué pasa. No me atrevo a subir a las ramas del mango y mirar al otro lado, como hacía cuando era niña. Pero igual lo hago como si no pudiera evitarlo. Ya está, no se me ha olvidado dónde poner los pies, de qué rama agarrarme.
No entiendo cuántos son ni qué hacen. La oscuridad los disuelve. Parecen dos hombres y una mujer. Ella es la que ahoga los gritos o la risa. Se cae. Ellos están demasiado cerca. Ya es una sola masa de trapos y piernas que no puedo distinguir. No se ve quién agarra qué, quién está arriba o abajo, dónde está ella. ¡Dios mío! ¿quién me va a creer si lo cuento? Escucho jadeos y palabras sueltas. Las manos se me resbalan entre los muslos, veo los cuerpos mezclados en un movimiento que parece seguir un compás eterno, que nadie nos ha enseñado, que viene como de una música vieja que nos posee por todos lados, cada vez más acelerada y brusca, hasta llenarlo todo, hasta que ya nada más puede ser llenado. Se me va un quejido y ya están mirándome. Me vienen a buscar para incluirme en su juego y yo cierro los ojos, dejo mis ropas colgadas en las ramas. Abro las piernas.
Era un hombre joven y otro viejo. No quise saber quiénes. Ellos no hablaron, sólo rieron y susurraron en un idioma extraño, tal vez latín. Todo fue preciso y gustoso. Sin calma, pero también sin violencia excesiva. La sensación increíble de estar en el medio de un placer que es de muchos. Después recogí mis cosas y regresé casi corriendo, quería borrar olores y humedades. Pero sé que había un aroma conocido, un olor de domingo que prefiero no identificar. Prefiero no saber, no recordar. Mañana se van todos y esto jamás habrá sucedido. Es mejor dormir, soñar, olvidar que soy yo quien tiene que cerrar este capítulo para que todo sea equitativo y justo. Hoy no tengo ganas de justicia, mañana se verá qué aire pega. Dormir y no pensar en la muerte en la medida en que eso es posible.
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