Capítulo V




Sería bueno poder decir dentro de un tiempo lo que dice ese hombre de la propaganda: yo le he dedicado diez años de mi vida a la obra sobre la cual estoy sentado ahora. ¿Qiuén no quisiera tener una obra contundente sobre la cual sentarse? Algo tangible que se le pudiera mostrar a todo el mundo: aquí está. Lo único que se quiere a los diecisiete años es hacer. Tener una claridad en el horizonte hacia la cual apuntar el dedo. Pero yo no la veo por ninguna parte. Solamente ese sol terco que amanece siempre por el mismo lado, destrozando la oscuridad cómoda de mi cuarto para dibujar en la pared otro día, cada vez más cuadrado y más ventana con rejas. Claridad que ignora metáforas. Es hora de alzarse, un alzamiento minúsculo que consiste en despojar el cuerpo de sábanas y trasladarlo con sus tibiezas y flojeras al baño, a que el agua le dé un empujón para que parezca que despierta. Mamá debe estar afuera esperándome para desayunar mirando los almendrones y más allá la cruz del convento. Mamita, qué triste esa cara que pones en las mañanas, como de no tener más vida que vivir, ¿dónde escondiste tus ganas? ¿qué no haría yo si tuviera un marido que me dejara libre durante días y días? Seguro que no me iba a quedar mirando los almendrones del patio, tomando lentamente el café, regando las matas por horas.

Alguna vez habré jurado que nunca sería como tú: un ser que vive para esperar a otro. He querido mi vida para mí pero eso también es palabra hueca. Después de cinco años en un internado de monjas, esperar el día de salir para siempre y llegar a esto. La flojera de levantarme por las mañanas, leer hasta el cansancio un folleto en el que en cinco líneas se explica para qué sirve cada una de las profesiones que se pueden estudiar en las universidades nacionales y al final seguir sin saber qué es lo que quiero. Adoro la idea de la universidad, pero como colgada del aire. Quiero estar allá, en la Universidad Central, no importa lo que estudie. Caminar por esos pasillos que veo en las fotos, tocar con mis manos el Pastor de Nubes. Pero hay que decidirse y después esperar, contando con angustia los días que faltan para el examen de admisión y después volver a esperar el listado de los que fueron elegidos. Si el azar me bendice estaré algún día haciendo maletas para irme a Caracas y no volver nunca más.

¿Qué me voy a poner para las charlas de hoy? Odio tener que escoger una ropa, tranquilamente usaría un mismo uniforme para todos los días y todas las horas. Elegir es un verdadero fastidio. Tengo que bajar a la Universidad, la local, la escuelita provinciana en la que da clases Salgar Calero. Es la semana en que dan charlas sobre las carreras que se pueden estudiar aquí. Voy más bien para saber qué es lo que no debo elegir. Quiero irme a Caracas, donde nada me recuerde que fui una niña. Estoy harta de ser la nena de mami, la hija de Narváez Fonseca, la que es igualita a su mamá y menos mal que no se parece a su papá y ¿cuántos años tienes ya mijita?, estoy harta.

Solamente Juan me ha tratado como a una mujer, como si no supiera que soy yo esa que toca con sus manos urgentes. Y Juan se va mañana ¡cómo es posible! Se va con el último camión que salga antes de que llegue la primera máquina. Tengo que contárselo a alguien, aunque me muero de terror por lo que la gente piense, pero más me desespera perder algo que me sostenía y sin que nadie más lo sepa. Pero ¿a quién se lo puedo contar? Juan, como el otro Juan. ¿Se van a llamar Juan todos los hombres que me amen? ¿Habrá otro que me busque en la noche con esa misma desesperación de músculos tensos? Otro que me adivine los deseos sin verme ni oírme, con sólo sentir cómo mi cuerpo se ondula y palpita. No me importaría el resto de las dudas si pudiera estar segura de que hay en mi futuro una boca como ésa que me devore, un cuerpo rígido como ése que me traspase y me eleve. Pero no hay garantías, nadie puede asegurarme semejante cosa y además yo no tendría valor para buscar la respuesta, si existiera alguien que la tuviera.

No es verdad que no me importarían las demás dudas. Me aterra cada vez que un viejo me pasa por delante sobándose lentamente la cabeza, alizándose con parsimonia la camisa arrugada, embojotando la bolsa de papel que amasa como si sostuviera lo único que importa en el mundo. Esos seres me inquietan como un presagio. Cuento los años y me pregunto qué tipo de vieja seré. Me miro en el espejo y busco el lugar en el que van a instalarse las arrugas, desfallecer las carnes, aparecer las manchas y los bultos. Le ordeno a mis ojos que no dejen de tener esa fuerza, que nunca se vuelvan grises. No es solamente ponerme vieja lo que me asusta, sino ser una vieja triste, arrepentida de lo que no hice, añorando lo que estuve a punto de tener y perdí. No quiero sentarme un día en la cama de todos los días y llegar aturdida a la conclusión de que nunca se sabe cuándo se comienza a ser mediocre, porque ya se siente el huésped asqueroso instalado en el alma. Ya puso hasta un buzón al borde de la acera y una alfombra marrón que dice en letras rojas: ésta es su casa.

En la universidad me encuentro con Ana. Me cuenta que Salgar Calero anda como triste. Debe ser por lo del convento. Dicen que tenía ganas de sacar a la calle una manifestación ¡qué cómico! Quién si no Salgar puede imaginarse a un grupo de muchachos marchando para defender un ancianato. Estos locos que se pierden en los burdeles de la carretera vieja cada vez que tienen plata, que reparten el tiempo que resta entre el mínimo indispensable para estudiar y la cerveza bien fría, conversando sobre carros, viajes y mujeres. ¿A quién se le puede ocurrir que podrían defender a una cuerda de curas y viejos? Solamente al profesor Salgar. Pero nada más que por un momento. Las ideas redentoras no parecen durarle mucho a Salgar Calero. Es un hombre interesante de todas maneras. Vive solo, no se le conocen mujeres aunque debe tener su movida por ahí, igual que mi papá, que tiene sus movidas aunque tiene también a su mujer. Pero en lo demás no es igual. Se ve que es tan profundo, insinuante, inteligente. Tiene una manera de hablar que es una delicia, mueve las manos en un gesto de énfasis apasionante. Todas le perdonamos la forma de mirar, un poco cínica y hasta la barriguita que le está saliendo. Pero él parece no darse cuenta de la admiración que lo rodea, de cómo lo miran las estudiantes cuando pasa, ésas que darían la vida porque un hombre maduro como él fuera el destinado para hacerles entrar en el mundo de la pasión y la lujuria. Tal vez ellas sí irían al convento a gritar consignas por los curas, pero sólo para ver a Salgar en mangas de camisa y con zapatos deportivos, al aire libre bajo este sol que le quita a cualquiera toda solemnidad.

No hay nada más qué hacer aquí. Las charlas son un fastidio y no hay una sola carrera que me entusiasme. Tengo tiempo de ir con Ana a dar una vuelta y comernos un helado en la Quinta, porque el calor ya se adueñó de todo y son apenas las once y media. ¡Ahí está! Es el mismo tipo que estuvo mirándome durante horas en la fiesta del sábado. Tiene unos ojos que matan, pero estoy segura de que no tiene mucha experiencia en asuntos de cama. Éste es el pueblo con el mayor porcentaje posible de jóvenes inexpertos. Los niños de las urbanizaciones elegantes parecen tenerle miedo al coco. Los otros no, por supuesto, se habitúan al sexo con la naturalidad de lo cotidiano. ¿Cómo se llama ese muchacho? Juan Alberto. Dios mío, ése es para mí, ¡se llama Juan! Va a ser fácil saber dónde vive: lo complicado será el resto.

Tal vez pueda pedirle a la señorita Olga que me dé unas clases. Puedo estar calumniándola, y no es justo, pero hay gente por ahí que cuenta que la señorita Olga tiene un pasatiempo que maneja con alta discreción: seducir jovencitos sospechosos de inocencia. La verdad es que cara de santa no tiene y a mí me consta que de vez en cuando se bebe sus traguitos en el bar. Sin embargo, nunca se me hubiera ocurrido imaginarla parada en una esquina del Liceo, o del Colegio de curas que está en la Tercera, escogiendo a su víctima -dulcísima víctima- con frialdad de cazador. ¿Cómo hará? Lo seguirá por calles y plazas hasta saber dónde vive, cuánto tarda almorzando, a qué cancha va a jugar con los amigos a las cinco, con qué pandilla se pierde en el bullicio de las siete. Hasta que llega el día en el que ha medido cada riesgo y se le presenta con amable gesto y su mejor escote a pedirle un cigarro, porque ya habrá descubierto que fuma escondido de los mayores. Él la mira asombrado sin saber quién es. Le parece agradable a pesar de la edad y le ofrece un cigarro arrugado que saca del fondo del bolsillo del pantalón. Ella finge buscar fósforos que no encuentra, mientras él sigue petrificado sin saber qué hacer delante de una mujer de verdad con escote. Al fin se da cuenta y saca apurado la caja de fósforos y después del tercer intento logra que ella encienda por fin el cigarrillo y despida una bocanada de humo en su cara para decirle adiós, lindo. No, así no. Ella simplemente le sonríe y se va. Despacio. Consciente de que él está mirando sus nalgas. Tal vez voltée una vez, un poco al descuido. Entonces él se arma de valor y le pregunta de lejos cómo se llama. Olga se detiene para mirarlo de arriba a abajo. Le hace una seña para que se acerque. ¿Lo llamará o solamente le gritará la respuesta con una sonrisa?

Él se graba en el alma ese nombre, obviamente falso, con el que va a identificarla para siempre. Así jugará ella con él por unos días. Yo también puedo perseguir a este Juan hasta encontrar la hora precisa para acercarme, aunque estoy empezando a creer que es él el que ha hecho ya eso conmigo. Me lo he encontrado en todas partes últimamente, aunque fue en la fiesta del sábado que comencé a darme cuenta. Y ahora está aquí enfrente, mirándome mientras me como un helado. Si me ha estado siguiendo es porque en algún momento se va a acercar, proponer algo, darme una pista. Si es que el miedo no lo paraliza, porque si se trata de esos que se conforman con mirar de lejos, la cosa empieza mal. Tal vez sea cuestión de mirarlo fijamente y no dejarlo salir sin hablarle. Ahí está. Ahí viene. Paga en la caja mirándome. Se acerca a la mesa y saluda a Ana. La mira un segundo y después vuelve a verme. Ustedes ya se conocen ¿no? él es Juan, ella es María, dice Ana divertidísima con el flechazo. Dos o tres frases tontas y me pregunta dónde vivo. Pelos y señales y número de teléfono. Habrá tiempo de sobra para vernos. ¿Qué hará Olga después del primer encuentro? ¿No sentirá como un arrepentimiento, ganas de no saber cómo es de verdad ese niño que se deja llevar aterrorizado? ¿Susto de descubrir a qué huele?

Regresamos a la casa. Ana está empeñada en conocer a Juan, al del convento, porque le conté toda la historia esta mañana. Dice que pasemos un rato por el ancianato a ver si en medio del trajín de la mudanza aparece. Lo vemos. Y es como si ya se hubiera ido. Ése no es más que un ser que mueve las piernas al compás de las cajas que acarrea. Mi Juan es el de la noche, el que salta el muro apagando los ruidos y va tanteando a ciegas la pared hasta que encuentra la puerta medio abierta y se sumerge en el pasillo donde mi olor ya puede presentirse. Vámonos, ¡no quiero seguir viéndolo! Ana cree que me duele ver a Juan porque se va. Lo que pasa es que me hiere ese rostro definido por la luz con excesiva crudeza. No quiero esa nitidez en los gestos del que me encuentra todas las noches. Ésta noche es la última ¡Dios mío!

Ana se despide porque no quiere almorzar fuera de casa. Papá ha regresado de Caracas con noticias de un nuevo contrato que a mi mamá le encanta escuchar. La comida es números y fechas, cifras en dólares, planes para gastar. Me salva la siesta. La muchacha que limpia llega susurrante a darme un papel: Juan no viene esta noche porque se va hoy. Es horrible este miedo ¿con qué voy a llenar el abandono? ¿De qué sirve el patio si no hay quien camine escondido en sus sombras? ¿para qué la noche si no hay gritos poblándola? Los gritos que venían del ancianato, quién sabe si se oigan hoy por última vez. Creo que nadie sabe de dónde vienen ni qué los produce. Alguien me comentó una vez que eran los mismos viejos que se caían a golpes entre ellos porque tanto tiempo juntos y encerrados acumulaba odios retorcidos. Otra vez me dijeron que era un cura que los golpeaba, pero nadie sabía cuál ni por qué. Del padre Samuel no se podía sospechar, es un cura amable y atento, aunque un poco distante, me parece. Habla con la gente como desde otro lado, como si estuviera siempre dentro del confesionario, oculto entre las romanillas. No es el tipo de gente en la que yo confiaría de entrada, sino más bien alguien para conocer lentamente, hurgando recovecos. En todo caso, esos gritos no le hacían daño a nadie, más allá de levantarle los pelos de terror a algún cobarde insomne. Tal vez lo que más cuesta admitir es que a nadie le importa por qué grita un viejo en el medio de la noche.




Puedo aceptar sin remordimientos que estoy cargando y abrumando la vida con una dignidad que no posee. Aunque la palabra no es dignidad… tal vez intensidad sea la palabra. María Narváez Fonseca puede puede no ser la muchacha que se aterra ante el vacío que deja el amante que se va. Tal vez no tenga las más mínimas ganas de repetir la tediosa hazaña universitaria. No es más que una joven de pelo largo, ondulado y brillante, que veo de espaldas en la esquina esperando a una amiga, apartándose el pelo para ponerse unos lentes de sol muy negros. Me fastidiaría imaginarla solamente caminando de un lado a otro, intercambiando frases sin propósito con amigas y parientes, guardando su virtud como su madre esperaría. Prefiero ese juego nocturno de cuerpos que se encuentran, el miedo a que el tiempo le niegue los sueños, la necesidad urgente de vivir. María apenas me mira cuando paso cerca de su casa en mi paseo diario. Su forma de voltear hacia otro lado cuando amenazo con entrar en su campo visual es lo que me ha obligado a espiarla. La sigo de lejos cuando sale y la acompaño hasta que se me pierde y me queda solamente la idea de que algo de ella se me va delineando en la imaginación. Y no hago nada para que un gesto pese más que otro. Ella sola se me va mostrando. Es como si yo no pudiera más que imaginar la figura de espaldas y después esa imagen anulara mi voluntad para enseñarme, a su manera y con su propio ritmo, un cuerpo que se voltea lento y me deja ver sinuosidades y perfiles hasta que llega el momento de mostrarse por entero. Si es que ese instante llega. Porque puede suceder que el giro no sea completo y yo me quede a mitad de camino esperando, sin llegar jamás a ver ese lado oscuro que se me niega.


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