Capítulo II




Es como si estuviera aquí, es casi lo mismo pero sin exigencias. Se abren los ojos y en un gesto cinematográfico se extiende la mano hacia el otro lado, la almohada vacía, la sábana despachando una frialdad sin dobleces. No hay intención dramática en el gesto, es más bien una rutina que pretende sólo constatar. Pero para que alguien deje de estar por completo no basta el gesto de estirar la mano y eliminar la posibilidad física, una presencia es ante todo algo que nos ocupa la mente. Y Alberto está siempre ahí, aunque esté firmando contratos en Caracas, consiguiendo créditos, comprando funcionarios.

Esta es la hora en la que aparece la pregunta algo infantil, ¿para qué? Narváez Fonseca vive en ese mundo de apuros y sustos, se arriesgar inmensas cantidades de dinero en lo que llaman un gran negocio, para no darle un nombre que pueda convocar decepciones y fracasos. Al final lo único que consigue es una cifra más o menos en las cuentas de banco. Pero «al final» es una manera de decir. Ni él ni los hombres como él se permiten un final, sentir el momento en el que algo se acaba. Habría una pausa para abrir un paréntesis… y eso ¡jamás!

Es inútil darle vueltas, no hay explicaciones y es mejor así. Todo tiene como una claridad transparente cuando el agua cubre la cara y las manos a las ocho y media. No hace falta tomar otra decisión que no sea si el desayuno es mejor tomarlo en la cocina o en la terraza. Está nublado y hay como una brisa, tal vez abriendo el toldo pueda soportarse el resplandor. Ni siquiera María está aquí para acompañarme con el café con leche y las galletas integrales con ricotta, duerme casi hasta el mediodía. No sé cómo hace para acumular tanto sueño. Pero es igual. Si estuviera aquí se sentaría en la silla de al lado para no tener que mirarme de frente y poder hablar de cualquier cosa perdiendo la mirada en las enredaderas del patio o en la cruz de la capilla del convento, que mañana no va a estar más ahí y será como un recuerdo que todos tenemos pero que hemos inventado de la nada. Algo que nunca estuvo en realidad, aunque mucho antes de que esta casa se construyera ya su forma de tormento estaba ocupando ese espacio del cielo imponiéndole al azul un límite.

También Alberto se sienta en la silla de al lado cuando desayunamos. Pero es otra cosa. Él me esconde lo que me tiene que esconder a otras horas. La mañana es el momento de mostrarme la mejor imagen que tiene de sí mismo, de hombre que decide, que emprende, y sobre todo que está siempre muy ocupado, sin tiempo para acompañarme a escoger el color de la pintura del estar, que hemos decidido volver más acogedor con un color que no sea blanco. El desayuno es el momento de darme ciertas órdenes, instrucciones sobre diligencias que parece que yo tuviera la obligación de hacer para ganarme la vida que me da, estas dos o tres comodidades rodeadas de ausencia y de silencio. No sabemos hasta dónde es capaz de llegar una persona si no la hemos visto hacer algún alarde, representar un papel en el que al mismo tiempo nos miente y se miente, poblándose de seguridades que sabe frágiles e inútiles. Ahí está la medida del miedo, el horror frente a la duda y la necesidad de impedir que a la luz del día alguien nos vea de frente sin permitirnos buscar un escondite.

Hay momentos en que la vida no es más que llenar las horas que nos separan de los sueños. Si uno pudiera pasar la vida durmiendo, entregado sin remordimientos a no ser, pero manteniendo la ilusión de que vivimos, en escasos minutos de vigilia repartidos entre una necesidad y otra. Pero el sueño se va cada vez más temprano y nada nos salva de enfrentarnos al desayuno, a la desesperación con que nos agarramos del último trago de café y las migas finales que recogemos con calma del plato, para no ver abrirse el instante abismal en que habrá que decidir qué hacer para llenar la próxima hora. Hubo un tiempo en el que creí que todos mis problemas iban a resolverse cuando un hombre se encargara de brindarme comodidades, pero esa no es más que una forma de llamar a ese tironeo eterno que nos arrastra a la inmovilidad. Lo difícil, después, es desconectarse de eso que vanidosamente llamamos conciencia. Ver esa hora siguiente que se nos abalanza con su vacío abierto sin respetar que tengamos o no planes para llenarla. Verla, como se presiente la muerte en el segundo en el que comenzamos a quedarnos dormidos, y poder pasar a través de ese miedo sin volvernos polvo, sin estallar, sin caer sobre el plato de las galletas integrales llorando a gritos. Hay que decirle al muchacho que corta la grama que arranque ese montecito que está creciendo entre las grietas de la acera, regar las matas antes de que el sol se levante demasiado, acercarse a casa de Josefina a pedirle las revistas que me ofreció donde aparecen modelos lindísimos de vestidos, buscar en la tintorería los trajes de Alberto, ocuparse de que el almuerzo no se retrase, la muchacha que cocina es un poco lenta y hay que estar encima de ella, apurándola. Y después enfrentarse a la tarde… pero es mejor no pensar en eso ahora.

Tal vez esté de ánimo para caminar un poco hasta el convento y decirle al padre Samuel lo que lamento que su cruz ya no esté desde mañana manchándome una parte del desayuno. Que estoy a la orden para cualquier cosa, que si hay algo más que se pueda hacer para impedir esa locura. No me voy a atrever a preguntarle por los gritos, pero es lo que me va a resultar más extraño: no despertarme con el miedo desesperado de escuchar un aullido. Aunque se cruzan mil versiones y nadie ha podido realmente aclarar el asunto, mi sospecha es que la mayoría prefiere creer que se trata de algo del más allá, tal vez un muerto que desde el otro lado nos lanza una advertencia. La gente prefiere creer eso, aunque ponga en duda los cuentos de aparecidos, porque aceptar que se trata de personas que sufren estando tan vivas como lo estamos todos es pasar inmediatamente a la convicción de que hay que hacer algo, investigar de qué se trata, salvar a esos seres que sin duda están siendo torturados de una manera que la imaginación no alcanza. Así que creemos, por cobardía, que hay muertos flotando en gritos algunas noches y el padre Samuel se libra con eso de muchas preguntas. Pero no falta el hombre de bien, el hombre que se levanta al final de alguna misa de seis con la determinación agolpada en el gesto de caminar rápidamente hacia adelante, hacia el cuartico del cura que está a un lado del altar. Toca la puerta, pregunta por dos o tres cosas antes de soltar la duda verdadera ya un poco arrepentido de la osadía y recibe, digo yo, quién sabe, una respuesta vaga del cura que se refugia en las historias que se cuentan del viejo convento.

El profesor Salgar puede que sea el único que ha hablado de estas cosas con el cura sin que lo detenga el miedo a descubrir una verdad desoladora. Pero cómo saber de qué hablan en las tardes, si se hacen alguna confidencia o solamente intercambian fórmulas corteses e inútiles. El profesor es un hombre que parece sereno, como si la serenidad se hubiera encontrado con él naturalmente a una hora esperada. Parece también alguien que ha dejado de asombrarse, de inventarse mentiras, de tener piedad por sus planes olvidados. Alguien que descubrió los reveses y las farsas, aceptándolos sin dramatismo, sin imponerse reglas que pretendan ser morales. Pero es tan difícil buscar los motivos que tiene un hombre para ir todos los días a la misma hora de la tarde a hablar con un cura en un asilo que está a punto de derrumbarse.

Tal vez me anime al fin a ir a casa de Olga a conversar un rato con ella. Me gusta su manera de ser amable conmigo aunque sé que no me considera de los suyos, que no puede verme sino como una mujer que abandonó todo lo que era o podía ser para entregarse a un marido y a los hijos que vinieran. Pero trata de entenderme y deja que de vez en cuando le confiese algún dolor, una carencia, un miedo. Tengo unos diez años más que ella y siempre siento que estoy hablando con una persona mucho mayor cuando ajusta sus silencios a mis confidencias y me hace señales de comprensión desde una cara sin maquillaje y rodeada del humo de un cigarro que parece siempre el mismo. No sé explicar la manera como esa mujer empecinada en su soledad me atrae y me repele. La siento tan segura que quisiera verla desmigajarse, quisiera estar ahí en el momento en que se detiene para dudar y llorar, o cuando se corta un dedo con el cuchillo de la carne o se le quema el arroz y siente esa tristeza infinita que da el no poder retroceder el tiempo al momento justo en que debimos estar pendientes de algo que dejamos pasar. Quisiera verla sentir rabia, uno de esos naufragios de la cordura como tener un hijo, enamorarse perdidamente de un hombre que sabemos mediocre y débil. Pero Olga está como plantada en una certeza y su aceptación de mis ocasionales visitas no pasa de ser una tregua amable. Hay tantas cosas que no sabemos, ni ella de mí ni yo de ella, como esa canción tristísima que dice «pero no llamas, pero no llamo». Llegar solamente hasta la puerta y no tocar, hay como un placer en ese juego de pasar de incógnito ante otro que cree seriamente conocernos a fondo en dos miradas.

Es el mismo que se juega con los maridos. Ellos hacen su papel de seres seguros y serenos, hacedores de cosas, constructores de mundos, transformadores de la vida y el destino de todos los que les rodean. Nosotras los escuchamos con una especie de devoción que no deja traslucir una sola burla, toda seriedad y fé nuestra cara de esposas. Y ellos nos lo agradecen tanto y viven felices actuando para nosotras su papel repetido hasta el cansancio, sin notar el aburrimiento definitivo en el que nos vamos dejando caer sin hacer un gesto que indique que queremos salvarnos, a no ser esa forma de mirar el vaso en el que tomamos un licor entre dulce y amargo.

¡Creí en tántas cosas! No me costó nada creer. Y fue tan simple también ver derrumbarse lágrima a lágrima, porque lloré cada cosa que se me fue muriendo, el fantasma de la amistad, la estatua de mármol en la que sinteticé el amor, el cuarto de paredes azules en el que había colocado mi idea de la bondad. Después quedaban las ganas de cantar una canción que convocara algún remedo de alegría y la necesidad de hacer planes como ahora que sé que después de regar esta grama hay dos horas que llenar antes de la salvación del almuerzo. Conversar con María es una posibilidad. Negada casi al instante pero sin que me salve de imaginar cómo hubiera sido. Yo mirándola con ternura le entrego mi confianza, ella un poco sorprendida se deja llevar por las palabras amables que le voy acercando desde mi miedo a su rechazo. Al fin me callo y espero su gesto que es, cuando lo imagino, dulce y suave, conciliador. Dice que ha tenido siempre tantas ganas de hablarme, contarme cosas que le pasan, confusiones, dudas. Y así empieza ese diálogo que me he repetido mil veces sin atreverme a abrir un espacio para que suceda. Tiene sus variantes, a veces María me reclama por los años de internado, su formación de niña y casi de mujer al lado de seres extraños y ariscos que más que educarla la fueron mutilando –ahí tartamudea y pierde la voz tratando de detener las ganas de llorar–, que le quitaron todo sentido de la privacía o la inocencia. Cierra la frase con un gesto que pretende ser irónico pero que no pasa de trágico. Y así, esos diálogos. Termino agotada de ese intercambio mudo y cuando nos encontramos en el jardín a la hora en que se levanta y nos miramos para reconocer algún gesto que permita un acercamiento, es como si las dos hubiéramos inventado las mismas frases para desafiarnos en silencio. Pero ella debe imaginar otras cosas, claro, cosas que yo soy incapaz de recordar o saber. No tengo esa fuerza, esa dureza para estar de pie ante la vida como si creyera en algo que en el fondo admito que no tiene sentido.

Los hijos son seres que se nos vuelven ajenos para siempre un día cualquiera en el que los invitamos, por ejemplo, a hacer un dibujo con una sonrisa, una caja nueva de colores y muchas hojas blancas y nos miran como quien ve a un ser desconocido, que debe vivir en otra calle, que se acercara sin razón a ofrecer chocolates: con desconfianza. Lo que viene después es una distancia que se ensancha sin pausa y uno no sabe de qué manera saltar, cómo alargar la mano. Quedan las fechas –cumpleaños, navidades, año nuevo, despedidas– en las que hay motivos para abrazarse y uno pone en los abrazos todo el cariño rezagado.

Habrá que ir a la tintorería, usar el carro: es el único lugar en el que me siento completamente sola, dueña de mi velocidad y de mi ritmo, autora de mis avances, giros y retrocesos. No es verdad que un carro sirva sólo para llevarnos al lugar que queremos. Su poder consiste en darnos una ilusión de autonomía, de que todo se mueve según nuestro deseo y no hay razones para dudar. Al apagar el motor y bajarse, uno queda como despojado de certezas, solos en un mundo que arremete contra nuestra debilidad y nos arrastra.

Ahí está otra vez ese hombre. No puedo salir ni llegar sin encontrármelo en algún momento, mirándome desde el borde de la calle, porque nunca camina por la acera como si temiera a una lejana superstición, con esa cara de que todo está dentro de él y nada afuera. Lo saludo con cortesía, qué más puedo hacer, y respondo a sus preguntas sobre la salud de mi esposo, los estudios de la niña, el tipo de abono que estoy usando para la musaenda que está en el fondo del jardín. Me ayuda a bajar del carro los paquetes. Cuando se los quito de las manos al llegar a la puerta, comprende que es hora de irse y se agarra las manos detrás de las espalda como un jugador de fútbol que acepta una amonestación severa del árbitro. Siento que ese hombre me observa todo el día. No sé cómo se llama, pero creo que vive cerca, en una de esas casas chiquitas que hicieron hace dos años, todas igualitas de feas. Me han dicho que está jubilado, que vive solo y se pasa el día sentado en un pequeño escritorio delante de una ventana, a veces escribiendo, a veces leyendo… ¡qué vida tan triste!


Y ahora vienen las órdenes para el almuerzo. Comer en silencio con su hija que aleja la intimidad lo más que puede. Creo que sería muy aburrido seguirla a lo largo del resto del día. Ya no se me ocurre nada más que esa mujer pueda pensar y hasta se me ha pasado la mano. Cómo va ella a recordar los sueños que perdió. No creo que se pueda creer que realmente sintió el momento preciso en que perdió a su hija para siempre. Ese tipo de seres pasan sobre los hechos sin detenerse en los signos que emiten. Además la he imaginado con una especie de bondad coloreada de rosa, algo que no cabe muy bien en estos días. Las mujeres así tienen más bien pensamientos amargos, un desprecio escondido en el doblez de cualquier gesto, un tono que no me sale. Quién sabe qué vicios me niego a imaginarle: las horas en las que busca el placer en la oscuridad de los pasillos, los gestos obscenos que su cara jamás me mostrará pero que aparecen cuando nadie está cerca. A quién busca cuando camina con una mano extendida y otra entre las piernas dejando flotar el deseo y la bata blanca en la brisa inútil de la noche. ¿Habrá un amante que ensayó una señal reconocible en la ventana? Tal vez sea también mucho pedir. Las truculencias nos sorprenden precisamente porque la mayoría somos incapaces de llevarlas a cabo, por eso nos cuesta imaginar a los otros enredados en hechos oscuros, inmersos en vidas secretas.


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