Capítulo IV




Abrir los ojos en una mañana como ésta, aun antes de que la alarma del despertador me atormente, es casi una tragedia. Tengo quince minutos más que ocupar hasta que sea hora de vestirme. Hubo un tiempo en el que levantarme de la cama era un paso para el triunfo. Creía firmemente que uno debía aprovechar al máximo la vida, esforzarse por estirar el tiempo para que en él tuviera cabida la mayor cantidad de hechos. Desayunar mientras se calienta el carro, un par de galletas de soda y un vaso de leche descremada; correr hasta el trabajo que quedaba a una hora de mi casa; un solo trajín desde que llegaba atendiendo a cientos de personas, ordenando ficheros, colocando libros en inmensas estanterías y peleando con la insoportable solterona que se regodeaba en la idea de ser jefa. Al final, tánto odiar a esa mujer para convertirme apenas en tres años en lo que yo, en esa época, hubiera llamado también «una solterona»: mujer que no encontró al hombre adecuado y ya se le pasó su hora. Pero no es verdad. Lo encontré. Tal vez debería decir los encontré. Todos los hombres que podían ser adecuados pasaron por un pedazo de mi vida, pero siempre hubo una razón para que no me entregara. La mayoría de las razones pasaban por el silencio que se hacía en el preciso momento en que hubiera sido necesario tener algo contundente que decir. No sé si tenga sentido tratar de explicarme esto una vez más, entender por qué llegaba el instante del desencuentro. Es que el otro es un ser que necesita cuidarse, huir de nosotros cuando lo acosamos y siempre hay una hora en que algo casi siniestro nos empuja a cazar una contradicción.

Soñé, como seguramente han soñado todos alguna vez, que debía existir alguien con quien fuese posible un contacto sin límites y sin retrocesos. Lo único que había que hacer era encontrar ese ser predestinado para complementarme. Y lo busqué creo que hasta el exceso, aunque sólo me haya tomado cinco años. Fue suficiente para descubrir el error y el hueco hondo que quedaba detrás de todo intento. Creía que en la Universidad iba a encontrar todos los tipos de hombre con los que podía encontrarme sobre la tierra y fui enamorándome de cada uno, descartándolos después de un tiempo variable que podía ser desde un día hasta un año: tiempo máximo que soporté de citas a horas precisas, discusiones por lo que había que hacer o dejar de hacer, caras de alegría al momento de encontrarse. ¿Por qué tenía yo que resignarme a vivir con un ser incapaz por completo de ponerse en mi lugar?

Todo estuvo mal desde el principio, es por eso que nada resultó. Ahora miro desde la acera cuando las parejas pasan en sus carros nuevos dirigiéndose hacia sus cómodas casas donde hay un sofá y dos poltronas, una mesita en el centro, lámparas cuidadosamente elegidas y el color de las paredes se renueva año tras año. Hay planes para la cena, para las vacaciones de agosto, para comprar algo nuevo como una vajilla, mandar a los niños con la abuela para el escape del fin de semana. Cosas normales. Renuncié a esa vida llena de importantes decisiones diarias, cambiándola por esta indolencia de no tener a quién decirle que el fin de semana voy a dar una vuelta por un pueblo pequeño y frío donde no haya ningún viejo con quien hablar. Esta manera de estirarme en la cama viendo el reloj que hace avanzar la vida hacia las ocho de la mañana. El desayuno de este lado de la vida es un lento revoltillo de huevo con tocineta, que engorda pero es una delicia, café con leche, pan campesino bien grueso y oloroso untado con mantequilla, queso blanco. Una hora lenta para comer mirando por la ventana el árbol que no sé cómo se llama, pero que reconocería en cada una de sus partes si lo viera en otro lugar, de tánto que lo he mirado buscándole un misterio que no tiene. Ése debe ser el error que está en el fondo de mi manera de pasar revista a la vida: no hay dobleces y todo es simplemente así porque es como tenía que ser. Y nada importa. No he querido nunca cambiar el mundo y no me arrepiento. Los demás no merecen esfuerzos y nunca he entendido qué es eso que los muchachos idealistas llaman el hombre o el pueblo. Hay dos o tres seres que nos es dado conocer en la vida que se merecen respeto, lo demás es una mierda, o nada de nada si se le resta el sentimentalismo.

También hay seres a los que amamos por razones distintas a sus virtudes. Porque a pesar de saber cuánta sumisión, postergación y renuncia hay detrás, amo el recuerdo de mi madre. Aquellos ojos que miraban todo como si nada les perteneciera y lloraban la distancia del mundo al que abandonaron por parir unos hijos y efectuar un diario simulacro de amor y ¿quién soy yo para juzgar esa entrega? ¿es que mi soledad me ha hecho más feliz? No tener obligaciones es un logro demasiado triste para ser un consuelo. Recuerdo, con cierta vergüenza, que cuando tenía unos catorce años juré que jamás sería como mi madre. Creo que todas las niñas que han tenido un motivo más o menos válido para querer vivir de otro modo han hecho a su manera ese mismo juramento, aunque después lo hayan olvidado de la manera más conveniente. Mi mamá era una mujer que aprendió a ser bondadosa, si es que es posible dar con el sentido concreto de esa palabra tratándose de ella, a lo largo de sesenta años vividos en el encierro y la dedicación. Ella era dedicada, creo que esa es una mejor palabra. Se dedicaba a los otros, es decir, a nosotros. Lo único que hacía para sí misma era bañarse, vestirse, alimentarse, esas cosas automáticas. Yo la veía ir y venir dentro de su mundo lleno de deberes y pensaba que era la más cabal materialización del abandono de la vida. Cuando murió, cosa que sucedió con la más absoluta naturalidad y sin que a nadie le pareciera injusto, como si se tratara una vez más de que cumpliera con su deber, creí entender que para ella hubiera dado lo mismo entregar su vida a la arquitectura, a la lucha por los derechos humanos, a la cría de gallinas ponedoras o al cultivo del bonsai. Se trataba de pasar, pasar siempre para llegar por fin al otro lado, sin más ilusiones que las del olvido. Lo demás era puesta en escena, ilusiones como el esfuerzo y el triunfo. Empecé a tener una que otra duda.

Eran los años en los que la Universidad me encandilaba. Los vértigos del saber que hallaba en los libros y las clases corrían en franca competencia con el descubrimiento de que había algo en mí que le gustaba a algunos hombres. Amé la vida de los cafetines y el ardor de las discusiones de pasillo en las que una teoría para solucionar todos los problemas de la humanidad se estaba armando. Respiré hondo el aire de libertad que parecía salir de cada aula, de los encuentros en la grama bajo los escuálidos árboles llenos de amenazantes pájaros negros. Lloré hasta el fin del alma cada pérdida y celebré con ebriedad cada victoria. Era una fiesta buscar la ropa adecuada cada mañana y llegar sacudiendo trapos. No faltaba gente a quien saludar, alguien que dijera ¡qué bonita estás hoy!, el que preguntara por mi tiempo libre o mis planes para el fin de semana. Maneras de buscar verse sin público. Fumaba mucho, tomaba café a todas horas del día y andaba siempre en grupo, acorralando con la presencia de otros todo asomo de temor, porque la vida era estar ahí en medio de todos pidiendo un sanduche de queso y un conleche grande, enamorándome de un profesor, buscando un libro… ¿cómo iba a saber que ese entusiasmo alborotado se me moriría tan rápido sin permitirme ruegos ni treguas?

Creo que todo empezó cuando tuve la sensación de que algo se estaba repitiendo. Después esa sensación se volvió una certeza y finalmente un fastidio. Los profesores no tenían nada más que decirme después de los primeros tres años. El conocimiento que nos era preciso para ejercer celosamente la profesión de bibliotecarios en grado de licenciatura se reducía a una que otra técnica de archivado y clasificación. Una docena de frases podían considerarse excesivas para resumir el saber que necesitábamos. A la gente le parecía muy cómodo, porque una vez superado el tercer año no había otro esfuerzo que hacer que esperar dos años más para recibir de toga y birrete el flamante título. Aceptada la idea de esperar dos años más sin ningún reto para el intelecto, puedo aceptar hoy que cometí la equivocación de poner todas mis esperanzas en lo que, a falta de mejor palabra, se llama amistad. En esa época no habría usado la distancia irónica. Creía firmemente que los amigos me salvaban las horas y era un placer gastarlas conversando, sonriendo, lanzando anzuelos, recogiendo redes: ese juego.

Pero también ahí se asomaron las sospechas. Había en aquellos ojos mucho de falso, en esa sonrisa una intención oculta. Llegó un momento en que cualquier proposición convocaba la duda y todo fue como andar por un campo minado. El asunto se limitaba a una pequeña posibilidad de maniobra que apenas permitía escoger con qué tipo de bomba quería uno estallar en pedazos. Creo que fue cuando llegó el tiempo de creer que consiguiendo un lugar tranquilo donde sentirse en paz dentro de esa cosa verde que llamamos naturaleza era posible encontrar al mismo tiempo una especie de equilibrio. Pero ése iba a ser un empeño que se me instalaría un año después. Faltaba todavía pasar por la idea de querer escribir lo que me había pasado. Tenía una fe inquebrantable en mi capacidad de recrear en palabras sobre papel el mundo que me rodeaba. Le di todas las vueltas que me fue posible y hasta llegué a escribir algunas páginas aunque más bien con desgano.

No me costó mucho llegar a la idea de que es imposible transferir una experiencia, aunque llegué por una vía tortuosa. En esos meses me había enamorado, no era nada raro que me enamorara ¡quién volviera a sentirlo! de un muchacho rigurosamente negado a la posibilidad de considerar importante una sola de mis opiniones. A pesar de todos mis descubrimientos sobre la posibilidad de la existencia de la pareja, seguía pensando que dos personas debían tener algo en común para andar juntas, mirarse al abrir los ojos en la mañana y compartir el mismo lavamanos al cepillarse los dientes. Creía que ese algo sólo podía descubrirse conversando. Yo buscaba un tema cualquiera, una película recién vista por ejemplo, para ejercitar eso que yo veía como el placer de la conversación; él me miraba a través de una inmensa distancia, podría decir que hasta con la boca un poco abierta si no fuera una exageración cruel, y finalmente me respondía con una frase que no tenía nada que ver con lo que yo venía diciendo.

Después de miles de encuentros sordomudos como ése, comenzaron las discusiones serias. Era claro que debíamos separarnos. Pero él no quería irse y estaba decidido a demostrarme que podíamos convivir por encima de nuestras diferencias, porque en la cama éramos realmente una buena pareja. En un año la idea de «por encima de nuestras diferencias» se tradujo en un completo silencio. Los temas de conversación desaparecieron y el día transcurría pacíficamente, sin mediar palabras, cada quien enfrascado en sus rutinas cotidianas. Era un infierno lento. Entonces entendí que para lograr una comunión, una compenetración con otro, ese ideal de estar conectado con alguien más, era preciso que uno de los dos se despojara de sí mismo. No tardó en llegar el asco. Tampoco se hizo esperar otro hombre, antrevido, insistente, capaz de hacer una locura aunque me molestara. Claro que me enamoré. Fue una escena conmovedora la del adiós: todas las terribles excusas que podemos inventar para librarnos de alguien que nos ama. Las aristas rigurosas de lo cruel. Un acto de desprendimiento que ignora toda piedad. Ódiame para que ya no me quieras: como un tango.

Y por ahí fue que llegué a la idea de que jamás sería capaz de poner en papel lo vivido. Cómo, si había sido incapaz de sacármelo del alma para dárselo a un ser que me amaba hasta el punto de renunciar a sí mismo. Nadie más volvió a ofrecerme tanto, nunca volví a buscar la perfección. Si no era posible la armonía con una persona, había entonces un lugar -¿dónde?- en el que ciertas cosas podían acomodarse a cierta paz. Miraba las casas de los otros y me imaginaba sentada en ese sillón de mimbre, regando esa grama, dándole de comer a ese perro. Iba los fines de semana a buscar pueblos que sólo existían en mi imaginación, manejando mi carro destartalado por las carreteras del interior. Veía pueblos soleados con casitas rodeadas de flores. Eran los paraísos de otros en los que estaba segura que yo también sería feliz. Pero sabía que se trataba de desear ser otro que no fuera yo, vivir cualquier vida que no fuese la mía.

Me acuerdo del día en que Gerardo me dijo que estaban buscando una bibliotecaria en un pueblito del interior. Nunca supe por qué me buscó a mí para proponerme el trabajo ni cómo llegó hasta él la noticia de que en un ancianato, a seis horas al oeste de la capital, se estaba armando un salón de lectura y buscaban a alguien que se encargara de organizarlo y mantenerlo. No me hice muchas preguntas. Dejé a un lado todos los planes que había armado para mantener el alma viva, recogí en una maleta y cuatro cajas todo lo que tenía y me fui sin despedirme. Nunca le escribí a nadie ni llamé a nadie. Desaparecí. Era el sueño que me había asaltado en los últimos meses, una necesidad desesperada de borrarme, convertirme en polvo. Como era y soy absolutamente incapaz de ponerme una pistola en la frente y hacer lo que corresponde, entonces tenía que atreverme a irme de una manera distinta, pero lo más definitiva posible. No era un irme de mí, sino un escapar de los otros.

Ahora tengo que volver a meter en cajas mis cosas. Tres años acumulan libros, muebles, ropa, el enorme matero con la palma que no quisiera dejar… va a ser todo más aparatoso y complicado, aunque también en estos días he sentido ese impulso que le hace a uno mirar los autobuses y los aviones con un principio de envidia. Irse, irse es lo que nos salva. Dejar la palma y su matero. No quedarse mirando un ángulo de la casa como para intentar retenerlo en el recuerdo. Irse sin dejar atrás mensajes, sin importar que haya que escoger entre los libros sólo unos cuantos porque los demás no caben, sin pensar qué esquina estamos dejando para siempre. ¿Para qué recordar? No hay razones. Aprender a ubicarse en una ciudad nueva, detenerse en los descubrimientos cotidianos, reconocer poco a poco eso que es como un latido y una cosa que fluye en las ciudades que aprendemos a habitar, es un acto tan parecido al amor, sustituye con tanta eficiencia la sensación de alegría, que uno no puede resistirse a querer que suceda una y otra vez.

Cuántos estarán pensando hoy que me han herido de muerte con este derrumbe. Creo que soy la única persona en esta historia que va a perder un trabajo y un sueldo. Aquí eso parece ser más catastrófico que perder un hogar, una razón para vivir, un sitio para reunirse a conversar con un amigo mirando la grama que crece entre las grietas del cemento. Hay una inmedible distancia entre lo que piensan de nosotros esos seres que nos ven pasar y lo que creemos ser, saber y soñar. Para mí es una liberación este asunto que hace sufrir al padre Samuel y tal vez para él también lo sea. No se me ha olvidado que hace unos meses andaba por los pasillos discutiendo con el cura joven en voz baja, porque parece que estaba empeñado en hacer algo que el director no quería. El padre Samuel le dijo algo como …si lo haces… un segundo antes de dejar al curita plantado en la puerta de la biblioteca para seguir caminando por el pasillo hacia el comedor, meneando su batola beige. El curita me miró sin terminar de entrar y finalmente se echó sobre una silla. Era el mismo cura joven que tántas veces había venido a pedirme libros sobre la edad media. Estaba escribiendo un ensayo o solamente estudiando la época, no sé muy bien, porque prefería evitar las conversaciones con los curas que tienen el defecto horrible de relacionar todo con su oficio, son incapaces de colocar la vida en otro lado.

Y además estaba el asunto ése de los gritos. La gente decía que los oía a media madrugada, como la voz de un condenado que pidiera clemencia. Nunca los oí. Vivo lo bastante lejos y duermo lo bastante profundo para evitarme esos escalofríos, si es que la historia es cierta. Aquí hay muchos cuentos, fábulas que se vienen repitiendo desde los tiempos de la Colonia, y cada tanto hay alguien que jura haber visto, haber oído lo mismo que fulanito hace cuatroscientos años. Así que quién sabe. Como sea, hay que ir allá hoy, caminar quitándole inclemencias al sol en cada resto de sombra y llegar poniendo una cara acorde con las circunstancias. Hay que etiquetar las últimas cajas, desarmar estantes… y es inevitable pasarse la mañana diciéndole adiós a cada cara arrugada que nos viene a palmear la espalda con su consuelo incapaz de esperanza.



Los hombres de la mudanza se llevarán todo en un par de camiones, despojando el espacio de toda cosa que le dé sentido. Qué importa que estas paredes sean derrumbadas si ya no son más que paredes. No hay biblioteca, ni cuartos, ni comedor, ni estar con música. Todo es un espacio vacío y las marcas que han dejado las cosas en el límite del espacio que les pertenecía no pasan de ser un espejismo de presencia. Es nada un lugar en el que nada hay. Qué importa si unas máquinas lo acaban para siempre. Lo que la señorita Olga esté pensando ahí, detenida en el borde de la puerta dirigiendo el movimiento, se me escapa. Nunca voy a saberlo. Puedo creer tranquilamente que no piensa. Tiene los ojos ocupados, la tensión de los músculos es clara. No necesita entender, le basta con presenciar ese final sin pausa. Podría creer que no tiene miedo al vacío que va a abrirse detrás del último camión que se lleve todo, cuando la última mano arrugada se canse de decirle adiós desde una ventana grasienta. ¿Se quedará hasta que ya nada quede? Es mejor para ella que se vaya antes, pero cómo saber lo que quiere.

Puedo también creer que lo único que siente es un gran aburrimiento y espera que se acabe el lento trasiego de una vez… que el último anciano hediondo desaparezca.


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