Capítulo IX






Era cuestión de no preocuparse. Fue más lo que tardé pensando cómo hacerlo que los segundos que me llevó dar cuatro pasos simples hasta la puerta. Lo que me detenía era imaginar esa luz repentina sobre mi cara asustada y que algún conocido estuviera justo ahí al momento de alejarme del bar tratando de parecer alguien que pasa casualmente. Bueno, ya lo hice, no es que haya sido una hazaña, pero me siento como más de acuerdo conmigo misma. Es que Narváez Fonseca con sus cifras y sus números a la hora del almuerzo me descompuso todo el ánimo. Yo sé qué recovecos hay detrás de cada contrato que consigue, de cada millón que pasa por sus manos. Cuando nos casamos y yo vivía deslumbrada por las atenciones y las comodidades que me daba no se me ocurrió ponerme a pensar en trampas. Pero por más que uno se haga el ciego llega el día en que se escapa una frase, se encuentra uno sin querer un papel raro, se escucha una conversación sospechosa por teléfono. Así fui enterándome de cuántos miles le tocaban a fulano por hablar con sutano para que firmara la planilla tal. Y Narváez Fonseca fue cada vez menos cuidadoso hasta que, como por casualidad, comenzó a contarme los casos menos comprometedores. Era una especie de hazaña lograr unos millones para repavimentar una carretera, hacer unas casas de esas que llaman de utilidad social, remodelar un hospital, construir una cancha de deportes en un barrio. Y no era posible que yo ignorara las extraordinarias habilidades de quien me lo daba todo. De breves confidencias siempre precedidas de un “no lo comentes con nadie”, pasó a grandes despliegues de detalles para que yo me diera cuenta de lo difícil que era ganarse la vida. Al principio me horrorizaba de la capacidad de compra que tenía el dinero. Era como en las películas de gangsters, todo el mundo tenía un precio y comprar conciencias era en el fondo el gran negocio de gente como mi marido. Por eso tantas llamadas por teléfono, tantos almuerzos con gente clave, visitas, regalos, halagos. Nunca me gustaron los compañeros de trabajo de Alberto, todos me parecen seres huecos, tienen la cabeza rellena de papeles con membrete de banco. Todos están dispuestos a venderse si les llegan al precio, que suele ser bien bajo si se toma en cuenta el producto en venta.

Estuve tentada mil veces durante esas primeras confidencias a contarle a alguien, a denunciar ante algún organismo competente las atrocidades, las trampas y componendas, el robo descarado de fondos públicos. Imaginaba claramente la escena. Yo iba vestida con un traje beige de dos piezas y un maletín de cuero marrón oscuro caminando decidida por el pasillo que me llevaría a la oficina definitiva. Le digo al juez, al policía, al tipo que debe estar encargado de esas cosas, que tengo pruebas irrefutables de corrupción masiva, a todos los niveles, de la que no se escapa ni el bedel. El hombre me mira con desconfianza pero muy preocupado y me dice que le muestre las pruebas. Yo he tomado la precaución de grabar, con cautela de Mata Hari, las historias detalladas con nombres, apellidos y montos que me ha contado mi marido entre viaje y viaje. Después de escuchar más de una hora de retazos de voces y apuntar datos en una libretita, el juez, policía o fiscal me dice: esto es muy contundente, pero ¿usted se da cuenta de que su esposo está implicado en todo esto y que lo está acusando directamente? Me doy cuenta, por supuesto. Pero primero que todo está el deber con mi país, con mis vecinos y conciudadanos, y no puedo mirar a nadie a la cara sin sentir que lo estoy robando. Si, yo también lo estoy robando, porque vivo de lo que mi marido gana y si lo que él gana a través de la corrupción es al fin y al cabo un robo a la nación, pues, usted me entiende… es una situación moralmente insostenible. El hombre se mantiene muy serio, me pregunta si puedo dejarle las pruebas y me promete que abrirá una investigación exhaustiva. Yo me levanto y después de vaciar mi portafolios de cuero le doy la mano también muy seria y salgo por el pasillo con mi traje beige, liberada de un peso. Y me río a carcajadas.

No importa cuántas veces lo reconstruya ni las variantes que modifiquen una que otra frase, siempre termino riéndome porque es tan imposible. Dolería si no fuera porque así son las cosas aquí: nada es sucio si está envuelto en dinero. Pero no es solamente eso, es también que soy incapaz de acumular pruebas, buscar a quién enviárselas… es algo que está tan lejos de mi voluntad y de mis posibilidades que al imaginarlo lo hago sabiendo que no existe riesgo alguno, porque jamás va a ser verdad semejante idea. Entonces el descubrimiento de la verdad es lo que se vuelve una farsa. Cuando en una reunión de amigos se toca el inevitable tema de los millones que se ganó uno, del porcentaje que le tocó al otro, yo necesito echarle hielo al vaso, buscar un poco de queso porque ya no queda nada en el plato, ¿quieres un poco más de whisky? No puedo ser una cómplice descarada y no puedo tampoco reunir valor para desenmascararlos, porque sería como contar un chiste que ya todo el mundo sabe y que además es aburrido. La respuesta no pasaría de ser un incómodo silencio.

No fue fácil para mí reconocer con todas sus letras que yo era simplemente una mujer cobarde. Alguien que, como todos los que me rodean, se instala a vivir en la circunstancia que le ha tocado sin preguntarse qué habría que hacer para adecentar un poco el hueco. Me fui resignando a mirar para otro lado y a sostener con terquedad la coartada de que eran ellos los que hacían negocios dudosos, no yo. Saber no es hacer y comodidades como esa. Uno aprende a mirar solamente el lado que le conviene de las cosas. Lo grave es que ellos viven como si nada de esto tuviera importancia, mientras yo me paso horas tratando de no sentirme culpable, buscando una frase adecuada que responder cuando alguien, con toda razón, me grite ¡qué puedes hablar tú que vives con un ladrón! ¡un corrupto! Todo termina en eso, en buscar la frase exacta que responda a una improbable acusación. Si encontrara la frase y el tono correctos, tal vez me sentiría menos culpable. Pero la verdad es que aquí nadie acusa a nadie y ése es un grito que no voy a escuchar jamás.

Y estas ganas de salir corriendo saciadas mezquinamente con la incursión en un bar. Así es como va sucediendo todo. Uno descubre que algo no funciona, que se desvaneció un sueño al borde de un pozo. Llora un rato, se reta a entrar a un bar a tomarse unos tragos, regresa a casa caminando por aceras desgastadas por gente que anda sin sospechas ocupando alegremente su lugar en el mundo y en un momento impredecible algo se acomoda y todo puede seguir andando otro rato. Comprender está de más. Lo que logro entender hoy me parecerá confuso mañana y al final no importa. No existe una fórmula, no hay explicaciones. La regla de oro es no molestar a nadie contándole estas cosas, lanzando entre gesto y gesto alguna frase, en espera de que otro nos diga que ha sentido lo mismo y nos cuente su parte de duda. No será así. Si alguien ha estado atrapado en una duda no lo dirá y, si lo dice, nos va a mirar después con desconfianza como si nos hubiese entregado un arma capaz de matar.

Cada vez que él regresa de un viaje se me agolpan en algún lado los arrepentimientos, los otros modos con los que sueño la vida. Me imagino en un país al norte, hablando un idioma que me suena ilógico y poco amable, pero que me permite ser otra. O me acerco a esa idea que me fascina la soledad en medio de una ciudad enorme en la que amo y dejo de amar con igual pasión, donde el tiempo no me cambia y soy siempre joven y feliz. Siento lo miserable de este lado que escogí, creyendo que la seguridad estaba por encima de las ganas de hacer una locura tras otra hasta el cansancio. Y no es que no haya cometido locuras, pecadillos veniales. Aquel hombre de enormes ojos verdes ¡dios mío! estaba ahí, inofensivo como un libro abandonado en un estante, no sé, como un cofre que ha olvidado la forma de la llave que lo abre, cosas que al descubrirse pueden crear extraños estallidos. Así estaba, tranquilo y esperando. Era una reunión de esas a las que va todo el mundo y los niños corren hasta por debajo de las mesas y todo es confuso y larguísimo. Fui a servirme un trago y él seguía ahí, mirándome como si me hubiese escogido para algo muy importante y esperara nada más el momento adecuado para comunicármelo con un aire de casualidad y suficiencia. Resolví mirarlo a ver si se decidía y me respondió con un gesto vago de la mano que sostenía un vaso tintineante. Cuando regresé a mi mesa lo escuché decirme “lo hace usted muy bien”. Me detuve a preguntarle con rabia qué era lo que hacía tan bien. Caminar, señora, caminar. Creo que lo odié minuciosamente por semejante ridiculez, pero no pude evitar sentir una especie de diminuto placer sabiendo que recorría con sus grandes ojos deseosos mi espalda que se alejaba.

Durante unos meses no supe de él hasta el día en que tocó el timbre y se anunció como el Doctor Santander. Me dio risa el nombre que no le cuadraba, pero no le vi ninguna gracia a tener delante de mí al mismo ser que había provocado una cantidad estimable de mis fantasías en las últimas semanas. Era una vergüenza, aunque sabía que nadie podía adivinar por qué. Le ofrecí café, fuimos los dos muy amables y, como la conversación parecía alargarse sin ningún propósito claro, me atreví a preguntarle, además de venir a saludar ¿hay alguna otra razón para esta inesperada visita? Sonrió lentamente. Y después de reducir el gesto a cierta seriedad pícara me dijo en voz casi baja “vine a ofrecerle mis servicios como amante”. Me levanté indignada, más por la cursilería y el mal gusto que por el atrevimiento. En dos pasos abrí la puerta y señalé hacia afuera con un gesto tan firme que no era posible que quedaran dudas. Sonrió lentamente, como quien repite un estribillo. Si hubiera tenido sombrero sin duda lo hubiera levantado en señal de saludo antes de irse sin pronunciar una palabra. A falta de sombrero inclinó un poco la cabeza y salió despacio. Al llegar a la reja de afuera volteó, ya no sonreía. Puedo prometerle toda la discreción del mundo, agregó. No respondí. Mañana a las siete voy a estar en el bar del Royal, si usted quisiera acompañarme o mandarme un mensaje… No respondí.

Al día siguiente hice todo lo que había dejado para después. Cociné, planché, podé todas las matas, fui a comprar medias y sostenes, mandé a lavar el carro supervisando personalmente cada detalle… hice todo lo que pudiera distraerme del hecho inevitable de que en algún momento iban a ser las siete y yo sentiría la urgencia de tomar una decisión. Me encontré a las seis y media bañándome y untándome perfume en el cuello y los senos, en cada lugar que presentía útil para aquella locura. A las siete tenía puesto mi mejor vestido y me acercaba caminando hacia el bar cuando lo oí decirme lo haces muy bien y me detuve sin darme vuelta y aún de espaldas le dicté una dirección. Aprendí muy temprano a no confiar en nadie a la hora de las indiscreciones, pero si las lecciones aprendidas no sirven para olvidarlas de vez en cuando, entonces no sirven para nada. Era el apartamento de una amiga. Por una de esas casualidades, justo en esa semana, ella se había empeñado en dejarme la llave porque iba a Caracas por un mes y quería que le diera una vuelta de tanto en tanto por si acaso. Hay que ver las vueltas que le di. Fueron seis días de urgencias, miedos, encuentros y asomos de arrepentimiento. Después de seis días de llegar a una hora precisa, dejar piezas de ropa en cada mueble y recogerlas después haciendo el camino inverso, quedaban en realidad muy pocas novedades y la única posibilidad que se nos abría era una especie de rutina dentro de lo clandestino. Él lo entendió con anticipación de veterano y desapareció el séptimo día. Sufrí como loca, es verdad, pero al mes estaba agradeciéndole su sabiduría para dejarme justo el instante antes de que comenzáramos a hacernos promesas inútiles.

También era casado. Tenía tres niñas y una vez hablamos de ellas y de su mujer como de algo que le hubiese sucedido a otro, en un país lejano. No puedo decir que fueron sesiones apasionadas donde me fueron revelados por primera vez placeres desconocidos. El encanto de todo era el secreto y la clandestinidad, el hecho de que nos unía una complicidad que implicaba que, en el fondo, cada uno podía romper el destino que nos habíamos trazado. Cuando uno llega a ese punto es porque lo que en realidad más desea es que todo se sepa y la estabilidad que nos sostenía se termine de derrumbar de una vez. Pero nadie descubrió el secreto y los dos continuamos siendo dos seres respetables.



Me imagino que llegó a casa después del bar. Tiró las llaves en una mesa y se recostó con los pies descalzos en la poltrona de cuero del estar. Le dio vueltas a todas estas cosas y se levantó cansada de recordar y de hacerse preguntas. Ordenó que prepararan la cena a eso de las siete. Se dio un baño con agua tibia y esperó echada en la cama la hora de vestirse para comer. ¿En qué pensaba mientras se dejaba llevar por la rutina de todas las tardes? ¿Intentó recordar? ¿intentó hacer un balance de su propia vida? ¿había sucumbido antes a la tentación de medir y pesar lo hecho? Por qué me empeño en encontrarle razones a las tristezas de los otros, ponerles un rostro y una fecha que justifique la necesidad de tomarse un trago. Por qué esta manía de trasfondos. Porque si no imaginara que ellos piensan no quedaría nada que contar. Cómo contar las vidas de quienes parecen vivir como autómatas a través de las mismas rutinas diarias. La rutina no tiene historia ni acción ni suspenso, es una fatigosa repetición de lo mismo. Por eso construimos la memoria y la ficción. Para apartar el follaje espeso de la costumbre con las dos manos, a riesgo de despellejarnos los dedos, hurgar hasta encontrar el tallo y escarbar hasta dejar al aire las raíces y después mirar con desconfianza el hueco en el que estuvo todo.


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