Capítulo VII





Este empeño en sentir tristeza me lo he adherido a la piel por el horror que me da no sentir ya odio ni rabia ni dolor. Creo que, aunque todo tal vez se arrastre desde siempre, esto empezó a parecer tangible hace unos seis meses, cuando el padre José insistió en confesarse. Era tarde, pero no de noche todavía, la capilla flotaba en esa tenue claridad en la que me gusta quedarme con las luces apagadas hasta que ya no puedo ver nada más. El padre José se había sentado unos bancos detrás de mí y permanecía en silencio esperando un movimiento que le permitiera acercarse. Me molestó descubrirlo. Le pregunté si me necesitaba para algo y murmuró que sólo quería hablar. Tal vez en confesión, agregó. Se acercó hasta el banco en que yo estaba y se sentó a mi lado. Tanteó la manera de no ir directo al grano, hablando de deberes, responsabilidades, palabras que manoseaba sin convicción. Yo sólo escuchaba el sonido de su voz mirando hacia el altar y asintiendo con la cabeza. Esperaba el momento en que su tono indicara que debía responderle con algún monosílabo adecuado mientras el rodeo terminara. De pronto la voz se detuvo. Después de una larga pausa lanzó una pregunta que parecía haber sido ensayada. Padre, me dijo, ¿usted no se preocupa por esos gritos que se oyen en la noche?

Muchas veces esa pregunta estuvo agazapada en las conversaciones entre los sacerdotes o cuando se intercambiaban frases con los viejos, pero parecía más cómodo vivir sin pronunciarla. Porque el paso siguiente tendría que ser dedicarse a indagar la verdad y eso podía llevarnos demasiado lejos. Sí, claro, le dije, tal como él esperaba escuchar. ¿Usted me permite que yo le diga lo que he podido averiguar? me dijo, después de un silencio de dedos retorcidos. Dígame, le dije.

Comenzó explicando cómo había decidido investigar el asunto. El padre José apenas llevaba un año en el convento y desde el principio se había encargado de los ancianos. Cuidaba de que no les faltara nada. Inventaba actividades para entretener a los ancianos de su ocio interminable. Desde los primeros días notó un ambiente raro, como de conspiración o de secreto que se guarda haciendo gestos imperceptibles, pero que cargan el aire de una especie de olor. No se alarmó, atribuyéndolo a la duda natural que causa la llegada de un extraño. Al mes de haber llegado escuchó los gritos y pensó que era la primera vez en la vida que partían en dos la noche. Se levantó asustado y como pudo salió al pasillo esperando encontrar a todo el mundo despierto, preguntando qué pasaba. Pero el pasillo estaba vacío y silencioso. En los cuartos en los que se asomó los viejos dormían o fingían dormir.

Tuve por un segundo ganas de prender las luces, dijo. Quise gritar, despertar a todos para que me explicaran qué pasaba, por qué nadie se levantaba confundido, ¡quién me atormentaba con esos gritos! El padre José se quedó un rato en silencio. Jugaba con un rosario. No podía ver el gesto de su cara, pero estaba seguro de que lo construía para mí. Por un momento pareció arrepentirse y murmuró que tal vez no fuese necesario que yo conociera la historia. Era un golpe de suspenso en el que esperaba que cayera. Yo me pregunté qué versión de la historia de los gritos le había tocado al curita joven, cuál de tántas. En realidad, dijo, es un asunto tan complejo que no he podido todavía llegar al fondo. Continúe por favor, le dije, ya que empezó… Después de ese día en el que oí por lo menos dos veces más los gritos, sin lograr ubicar de dónde venían, dijo, me puse a investigar. No podía aceptar que todo el mundo viviera como si no los escuchara. Hasta la gente de las casas vecinas debía oírlos y ¿nadie preguntaba nada? Me propuse ganar la confianza de los ancianos, contarles algunas cosas y escuchar con interés lo que ellos dijeran, abrir un espacio para las confidencias, ¿me entiende?, preguntó como si necesitara constatar que le estaba escuchando.

Pobre, pensé, se ve que este muchacho no ha tratado antes con viejos. Los viejos no desnudan el alma, no revelan secretos. Se han pasado toda la vida escondiéndolos, suavizando las memorias ásperas, disfrazando los remordimientos. Ya es casi imposible que sepan abrir apenas una de todas las puertas que se han esforzado en cerrar. ¿Por qué iban a revelarle un secreto a un perfecto extraño? Siga, padre, lo escucho. He estado durante meses haciendo preguntas como sin querer, dijo. Casi siempre he recibido como respuesta un silencio y a continuación, si tengo suerte, una frase cualquiera sobre otra cosa que no tiene nada que ver. Como si se negaran a escuchar hablar de los gritos tanto como se niegan a escuchar los gritos mismos. Con el tiempo uno que otro me fue respondiendo vaguedades, frases sueltas que me fueron llevando a Paredes. Usted sabe, padre, el viejo Asunción Paredes, el que se sienta en una esquina del salón de lectura todos los días, con un libro sobre las piernas, y se dedica a mirar por la ventana hacia allá, como si esperara ver aparecer algo que nunca llega. Habla poco, nadie lo visita, nunca ha pedido permiso para salir. No me parece una persona sospechosa, para serle franco, así que pensé que se habían puesto todos de acuerdo para burlarse de mí y darme una pista falsa.

El padre José siguió contándome con todos los rodeos posibles el tortuoso recorrido de sus indagaciones. Ya no podía ver ni el brillo de la cruz detrás del altar. Me levanté a encender una luz mientras el padre continuaba su historia. Esperaba una revelación contundente al final de tanta intriga. Algo que me asombrara, al menos una idea que no conociera ya. Pero era, en efecto, una pista falsa, una historia enrevesada en la que el pobre viejo Paredes aparecía como el torturador de otros viejos. Lo acusaban de dedicarse a sacarle confesiones de pecados antiguos a los más ancianos y de castigarlos luego con látigos en noches de penitencia. Ésas eran las noches en las que se oían los gritos. Pero no había más que rumores, sospechas infundadas, datos sin posibilidades de verificación. En resumen, el padre José sólo quería poner todo aquello en mis manos para que yo lo resolviera. Mostré una gran preocupación, hice las promesas que era preciso y un rato después me olvidé de los anuncios de tragedia que el padre José formuló con tanto dramatismo.

Ya va a ser hora de que llegue el profesor Salgar a pasear conmigo sus silencios por última vez entre los ladrillos rotos del patio. Él también debe haber tenido tantas veces ganas de preguntarme por los gritos. Pero es un hombre que aprendió a no ser imprudente y su intuición le ha advertido que no habrá más respuesta que una incómoda pausa en la conversación. No sabremos después cómo auyentar la duda ni cómo reanudar una conversación menos escabrosa. No es eso lo que va a querer que pase en nuestra última caminata por el patio enladrillado. El profesor va a venir tratando de disimular el aire de despedida que acosa esta tarde. Le horroriza el ridículo y no hay cosa más cercana a lo cursi que dos viejos tratando de despedirse para siempre. Toda despedida es incómoda y ninguna palabra, ningún gesto parece el correcto. Uno quiere preguntar ¿qué va a hacer ahora con sus tardes, profesor?

Pero es una pregunta inútil, porque la respuesta ya no importa. Además él no va a saber en realidad qué decir, soltará lo primero que le venga a la mente, hará un gesto vago con los hombros y los dos sabremos que nada es verdad. Los espacios que quedan bruscamente vacíos buscan la manera de llenarse sin que nuestra voluntad intervenga. El cuerpo mismo se enfila hacia otras calles, encuentra otros espacios, hasta que vuelve a establecer una rutina como quien arma un nuevo rompecabezas, juntando azules con azules, verdes con verdes… es más bien simple. El profesor Salgar, aunque no lo sabe todavía, ya está dejando de necesitarme para llenar estas horas de la tarde. Hoy va a ser más bien un resto incómodo de algo que ya se da por ido. Pero es también un día en el que yo sería capaz de dar una respuesta a la pregunta más imprudente. Es día de despojos y hay verdades que no se van a ir embaladas en cajas. Sin embargo, no voy a hacer ningún esfuerzo, no construiré caminos para las preguntas. Todo puede quedarse tal como está y los asombrados serán menos.




Necesito un acontecimiento. Tengo tantos años viviendo en este pueblo, en el que el calor detiene todo impulso y todo crecimiento, que me he acostumbrado a que no pase nada. Pero eso se le permite a la vida, no a la literatura. Un acontecimiento como que alguien se muera y en el lecho de muerte revele un secreto que desencadene acusaciones y castigos, dedos apuntando hacia una cara asustada. O que alguien grite un nombre que no debe en el momento menos esperado. Que abriendo y cerrando puertas se descubra algún instrumento de tortura, un látigo. Pero la truculencia me fastidia. Una vez que despliego las posibilidades y pienso que puede pasar esto o aquello, se me quitan las ganas de echar el cuento. Sería perfecto que los textos que se dedican únicamente a contar hechos nos dieran nada más un enunciado simple: se trata de un hombre que viajó a un país remoto y desató una guerra para rescatar a su mujer cautiva, por ejemplo. Y uno se dedicaría a imaginar el resto con todos los detalles de la historia construidos a conveniencia del lector. Pero sería una ingenuidad pensar que cualquiera puede imaginar una historia a partir de un argumento escueto. Justamente porque la mayoría no puede es que ven televisión, van al cine y, muy rara vez, leen un libro. Así que no me sirve un enunciado. Necesito un acontecimiento con lujo de detalles. Aunque sea casi al final y los que se aburren fácilmente ya hayan desistido de seguir mis pistas falsas e inútiles. Aunque nadie merezca la recompensa de conocer un secreto que no se haya atrevido a descubrir por sí mismo. Lo dejaré para cuando le toque volver a hablar al cura, a eso de las ocho de la noche. Una hora en la que he tomado siempre decisiones tajantes.


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