Final





Cómo voy a explicarlo. Cuál es la manera correcta de decir que antes de que todo sucediera unos ojos miraron hacia arriba como quien suplica, pide perdón, se arrepiente. Todos creemos ahora que en algún momento tuvimos el presentimiento de este final y reconstruimos pistas a partir de ese cuerpo inmóvil y de recuerdos dispersos que tal vez nos estaban diciendo algo que no entendimos. Cada quien contó el modo en que tuvo su presentimiento y después fue bajando la voz hasta callar de vergüenza por no haber sido capaz de hacer algo ante la inminente desgracia. Sólo Salgar entró, miró con un gesto involuntario de asco y dio media vuelta para salir sin decir una sola palabra. Aunque yo sé que odió por el resto de su vida haber tenido la infeliz idea de mirar hacia ese rincón después de atravesar una puerta a la que nunca debió llegar. Fue el único capaz de jurar que no había recibido señal alguna a pesar de la conversación apagada y llena de silencios del día anterior.

Entran y salen policías y técnicos forenses vestidos con batas blancas. En la habitación despoblada de muebles y cortinas, el sol de las nueve, casi tan alto como si fuera mediodía, irrumpe haciendo imposible cualquier tono de tragedia. Bajo esa luz nada parece trascendente, todo está como pintado en cartulina con creyones de colores. No hay más que un cuerpo cubierto por una sábana verde del que sólo se ven, como una extravagancia, dos zapatos marrones. Se adivina la posición de los brazos y las piernas en las formas que dibuja la sábana y es incluso posible adivinar dónde está la mano engarrotada de la que los diligentes agentes del orden han separado ya el arma. En medio de los funcionarios que van y vienen, pasando por encima del cuerpo, puede verse la mancha oscura que se origina en el cuerpo y se expande hacia el rincón. En las paredes hay salpicaduras alegres, como si un niño se hubiera levantado justamente ese día con ánimos de carnaval y hubiera disparado al aire con una pistola que en vez de agua cargara salsa de tomate. Algo de no creer vuelto pura fiesta de blancos, verdes y rojos por culpa de este sol que todo lo ilumina.

Adela no quiso entrar, le horrorizaba cualquier idea que tuviera que ver con la muerte. María la imitó por prudencia, porque tal vez una especie de remordimiento la paralizaba, aunque se moría de curiosidad por ver cómo era un cadáver, y de un cura además ¿te imaginas? Juan había salido con el camión de la mudanza la noche anterior, antes de que todo pasara. Olga se había ido tan temprano que no tuvo tiempo de enterarse. Ya lo leería en la prensa, porque un fotógrafo comenzaba a hacer preguntas impertinentes y no tardarían en llegar los demás.

Explicaciones, razones, causas definitivas, toda lógica parecía haber desaparecido de la faz de la tierra. En todo caso, aparte de los policías y algún viejo trasnochado nadie se hacía preguntas. El hecho estaba ahí, consumado del todo, mostrándose sin pudores para que nuestra memoria lo transportara para siempre hacia el futuro, abriendo un tema infinito para las conversaciones de cinco de la tarde en el bar, de domingos aburridos, de solteronas y abuelas. Ya se tejerían las versiones posibles y las imposibles. En todo caso algo de culpa respirábamos todos. Nadie se pega un tiro sin tener de por medio una culpa, aunque sea la simple y llana de no querer vivir un minuto más. Esa también es una culpa, porque nos hace a todos la misma desesperada pregunta y nosotros preferimos no responder. Elegimos quedarnos vivos todo el tiempo que se pueda y no nos importa demasiado sentirnos culpables por esa elección.



Me gustan las historias que se cierran. No voy a negar que me ronda ese vicio. Pero hay historias que piden una pausa eterna, más que un final, porque una cosa tangible las detuvo en el aire como si alguien se hubiera llevado a la boca el dedo índice. La muerte que el cura Samuel enfrentó entre salpicaduras en las paredes no quiere aclaratorias. Me bota a la calle con su estruendosa realidad y me acusa con un dedo cruel. Yo podría tomar el camino fácil de buscar entre las líneas dónde anoté el dato exacto que daría la pista justa para prever este desenlace. Pero el cura Samuel no supo nada de esto. No me vio por la ventana sentado en mi mesa construyendo la historia de su último día. Es solamente un susto lo que me va quedando, un miedo de mirar para atrás, de despertarme a media noche. Porque aunque han pasado meses y las paredes del convento no existen ya, hay quien dice que entre las tres y las cinco, casi siempre los jueves, se oyen gritos.


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