Capítulo XI




Si no fuera porque es día de adioses uno pudiera seguir de largo por estas horas sin hacerse preguntas. Todo el día recogiendo pedazos de las vidas que se van a volver otra cosa en otro espacio, con una pausa apenas a media tarde para un trago. Y ahora que son más de las ocho preparar un café lento y oscuro, ceder a la costumbre de pensar en mañana. No tener ganas ni de bañarme ni de levantarme de este sillón a buscar los fósforos ni de creer que hay una salida cómoda para este miedo que en las noches extiende hacia mí unos dedos fríos que en el borde del aire tibio parecen esperarme. Por eso acepté que la tía Alba viniera a vivir conmigo aquel día que llamó desde Cumaná, con tres bolívares nada más, para pedirme amparo y darme solamente el tiempo justo para responder bueno, vente pues. Instaló en el cuartico de atrás lo que traía en las dos maletas que a duras penas arrastraba. En unos días estaba todo de tal manera incrustado en el lugar preciso que parecía que hubiera nacido aquí. Era claro que no iba a quedarse solamente por unos meses mientras encontraba un lugar. Ya han pasado tres años de vivir juntas como si ninguna existiera para la otra.

Ella se encarga de todo. Mi comida está lista y caliente a la hora en que la necesito, la ropa limpia, los ceniceros vacíos, todo sin que yo tenga que oír ningún lamento. Sólo me habla para pedirme dinero una vez al mes para las compras. Es el único momento en que la oigo hablar más de lo necesario, porque parece armar su discurso cuidadosamente durante días y luego me lo suelta con gestos y pausas dramáticas completamente innecesarios, porque nunca le he negado la cantidad que pide, sin importar para qué la necesita. Se ha buscado su propia compañía, un loro al que no enseñó a hablar sino a silbar una misma melodía sin sentido, un pecesito rojo que se aburre en una pecera demasiado grande para él y un gato casi amarillo, elusivo e ingrato como todos los de su especie. El resto de la vida se le llena con las telenovelas de la tarde que ve mientras lava ollas y platos; y las telenovelas de la noche que apenas escucha porque baja el volumen hasta el límite del silencio para que yo no me moleste.

Llegamos a este orden después de unos meses de acomodo en los que yo a cada paso le aclaraba que no me gustaban los ruidos, que no me iba a pasar el día oyéndole los mismos cuentos viejos una y otra vez, que ya que estaba aquí podía ayudar un poco con la comida y la limpieza. Así fue aceptando el lugar que le asigné sin premeditaciones, respondiendo más bien a un impulso que parecía venir de ella misma para hacerse útil, imprescindible, necesaria para mí como este sillón en el que tomo café en silencio, olvidándome de ella o convirtiéndola en cosa transportable. Doy por entendido que vendrá conmigo a donde yo vaya, cargando con sus dos maletas, silenciosa detrás de mí. Regalará su loro, su pez y su gato, porque sabe que donde sea que nos instalemos va a volver a encontrar algún bicho que le haga compañía en las largas horas en que me espera para recordarme que ya no puedo vivir sin sus puntuales servicios.

No es que sea fácil. Sería tan cómodo imaginar que esto le está pasando a otra y contarlo en tercera persona: Ella termina de sorber de mala gana el resto tibio de café, se levanta perezosamente porque es hora de un baño. Busca espacio en las chancletas para evitar el frío del piso y va caminando mientras se desabotona la camisa para detenerse frente al espejo a observar unos senos todavía respingados, altaneros, ocupando su espacio en un cuerpo bien formado, liso y tenso, listo para saltos ya dados, remedos de vértigo teñido de un cansancio viejo. Recuerda, tal vez, manos andando escalofríos. Con un gesto neutraliza el suspiro y se deja distraer por la ducha, por el agua fría que suelta un olor como dulce. Ya no quiere acordarse de que tuvo un minuto de miedo, largo y definitivo como una cuerda, en el que quedó guindada a una especie de desesperación instantánea. Dura sólo un minuto, pero cuenta. Se ve, por la manera como juega con la espuma, que es enemiga de hacer planes. Prefiere la lentitud de las horas que se van llenando de movimientos y no le importa el significado que tengan ni el origen ni la intención. Atrapa las gotas con un paño verde oliva, mira en el espejo su cuerpo cambiar de mojado a seco. Siente otra vez y rechaza recuerdos de manos en su piel. Es posible que calcule las marcas que el tiempo ha estampado en el cuello, en la orilla de los ojos, las que dejará en diez años, veinte. Después de vestirse acepta que es conveniente colocar una postergación detrás de cada duda, no cruzar el puente hasta llegar a él y consuelos como ése. Se permite una cena pausada, rodeada de café con leche por todos lados, y al final un cigarro adormecedor y cómplice para esperar el momento en que se acerque, terco, otro recuerdo.

Él había estado pasando con demasiada insistencia por el pasillo. Daba la impresión de que lo había limpiado cinco veces. Ella lo veía mientras archivaba fichas y ordenaba títulos. Sabía que desde hacía una semana él había llegado desde un caserío de esos que menguan al borde de la carretera y apenas esa mañana lo había visto por primera vez. Dieciseis o diecisiete, no más años podía tener ese cuerpo ansioso. Tal vez era solamente curiosidad o el deseo inocente de tener amigos en un lugar en el que todos parecían tan distantes. Lo otro vendría después como quien no quiere. Es posible que no lo quisiera con la misma fuerza y tenacidad con que lo creía. A eso se debieron, es posible, tantas vueltas de sobra, rubores, mentiras, ganas de salir corriendo a donde pudiera estar vestido y a salvo. Pero no hay que adelantarse, estábamos en el día de las miles de vueltas frente a la puerta de la biblioteca, pasillo arriba, pasillo abajo. Olga resolvió salir y después de ver la cara asustada del muchacho calcular la frase precisa que terminara con el exagerado preámbulo. No fue que le preguntó la hora, pero era algo como eso. Él dio una respuesta corta y seca, sonrió como quien pisa con rapidez el pedal adecuado y se puso otra vez muy serio. Ella lo invitó a pasar a la biblioteca cuando quisiera, si le provocaba leer algún libro o una revista ella podría recomendarle algo. Juan escuchaba con los ojos clavados en el dibujo que el coleto mojado hacía sobre el piso, sin encontrar la palabra que necesitaba para decir que sí, que más tarde, que gracias.

Una semana después logró amontonar las fuerzas, el ánimo para plantársele delante y sonreír otra vez buscando una palabra. Fue ella la que habló, midiéndolo, elaborando con destreza de veterana la manera más efectiva de hacer una sugerencia. Muchos días después, mediando revistas, folletos y libros que no pasaran de cien páginas por favor, ella le informó que era casi hora de salir y que tal vez él tuviera ganas de acompañarla un poco. Un sí tartamudo, un ya va. Después andar sin rozarse siquiera por la acera angosta. Ella diciéndole que debía sentirse muy solo entre tanta gente mayor y extraña. Él asintiendo con la cabeza, tragando trabajosamente como si un dolor le dividiera el pecho, como si aguantara unas enormes ganas de llorar. Llegaron a la casa y mientras Olga manejaba con agilidad las llaves él trataba de encontrar un lugar en el mundo en el que no se sintiera al borde de un abismo. Ella se limitó a indicar con una sonrisa hacia el interior de la casa un poco oscura, tibia, con un olor denso como a ovillos de lana y maderas. Fue dar vueltas y vueltas sobre las mismas frases. Ella trataba de no asustarlo. El tenía claramente ganas de salir corriendo al convento y librarse de lo que comenzaba a presentir como una trampa bien urdida. Medio vaso de ron tragado con un apuro evidente le fue diluyendo la tensión en los muslos y las manos. Ella se fue acercando, siempre preguntándole cosas, haciéndolo hablar, tratando de hacerle confesar que nunca había estado con una mujer, para saborear el rugoso placer de esa pequeña humillación. Él no lo dijo, y no fue necesario. El horror de su cara cuando se sintió desnudado, sufriendo un frío que no venía de afuera, fue definitivo. El cuerpo de ella, nadando en aquel miedo, se fue mostrando también con calculadas trampas para que sólo se vieran las virtudes innegables de los senos, la fuerza de las piernas tensas, la onda rítmica de las caderas anchas pero firmes. Ella buscaba las manos engarrotadas para abrirlas con la lengua y apretarlas después contra sus espacios mullidos y tibios, con una especie de furia que rozaba la venganza. Fue un ajetreo de horas. Un buscar sin encontrar, manejando escurridizas posibilidades, hasta que ella empezó a sentir fastidio y un dolor agudo entre las piernas. Juan se vistió como se lo permitieron las manos enredadas, murmuró algo que quería ser una disculpa, también un adiós, olvídalo para siempre. Ella entendió. Escuchó el ruido corto de la puerta al cerrarse, manoteó un cigarro y dijo entre el humo: no pasó nada, Juan, ya encontrarás la manera de esconder ese miedo, cuando estés con alguien que tenga más ganas que tú de correr a otro lado.

Por qué me estoy empeñando en ese recuerdo, por qué justamente hoy que el futuro se me abre sin límites ni asideros, cuando ya casi lo había olvidado. Era solamente un montoncito de imágenes y jadeos que me sonaba lejos, acompañamiento de fondo de recuerdos mejores, asaltos más felices. Justamente hoy que después del baño me siento en la cama con la pila de almohadas detrás de la espalda y un libro medio abierto, sin leer, sin pensar, con ganas de irme a la sala a ver novelones con la tía. Justamente hoy que he estado pensando en el profesor Salgar como quien quiere sacarse del alma un susto y al mismo tiempo cierra puertas y ventanas para atraparlo, porque es como un olor nuevo que llegara con la intención de quedarse metido en el primer hueco. ¿Por qué Salgar Calero? Tengo tres años viéndolo y siempre me pareció un tipo más bien insípido, un ser al que no provoca tocar ni oler, que parece tallado en piedra, ensartado en un pedestal y olvidado en una plaza pública sin palomas ni árboles. Y de repente me trae hasta mi casa y es como si fuera la primera vez que lo veo, porque sentí tan claro que me tiene como un temorcito, que me siente venir como quien mete los pies en un pozo oscuro. No hay nada que me atraiga más que el susto de un hombre. Lástima, Salgar, que me estoy yendo para siempre.

Es la forma en que olvido que el tiempo me pasa, me traspasa dejándome huellas. La manera en que creo burlar una vejez que aunque siento imposible se me viene gestando debajo de esta piel engañosamente lisa. Inventar unas ganas me ayuda a llenar de murmullos este cuarto solo en el que nadie escucha que me luzco creando frases largas y sonoras. Me ayuda a sentir que es posible, que no puede descartarse, que antes que la muerte me alcance con sus dedos fríos yo haya encontrado algo parecido al cariño permanente, alguien que esté cerca aunque no demasiado, alguien con quien compartir un lugar como definitivo. Y me pregunto siempre a las diez, aunque ahora son apenas las nueve y media ¿para qué?



Hay dos cosas con esta mujer. Sé que hay dos cosas que se me escapan. Trato de acordarme de qué se trataba exactamente lo que anoche descubrí justo antes de dormirme, mientras armaba su historia. Sé que se me ocurrieron dos buenas ideas, redondas y claras. Son para Olga, pensé, las escribo mañana, son dos. Pensé que si recordaba el número recordaría el resto, como cuando salgo a comprar algo. Y la memoria me hizo trampas. Ya no me acuerdo. Se me murió en el sueño de ayer un pedazo de esta mujer que estoy armando. Dos pedazos.


...

No hay comentarios: