Capítulo X





Ya está. Ya nos despedimos. Qué manera de terminar una costumbre, estrechar las manos con más fuerza que antes y poner cara de tristeza. Hubiera sido un exceso decir algo más. La tristeza verdadera me la he reservado para este momento en el que son casi las siete y hay un sillón donde me puedo recostar. Enciendo el cigarro de esta hora y es como si un hueco enorme se me abriera adentro.

El sueño me llega después de media noche y no sé si me alcancen los recuerdos, la reconstrucción obsesiva de las frases con las que arreglo el pasado, para llenar las cinco horas largas que me separan del alivio. El padre Samuel trató de ser amable todo el tiempo, pero era una amabilidad de sonrisa desganada, miradas perdidas y evasivas. Parecía tener en el alma una incomodidad que iba más allá del desalojo, pasaba de largo por la mudanza y todas las novedades de estos días. Me pareció que era algo del pasado lo que le hacía perder el hilo de la conversación y oírme atentamente como esperando. ¿Quería que le preguntara si pasaba algo, si tenía necesidad de hablar de una cosa concreta? Nunca le he hecho a nadie esa pregunta, porque siempre he pensado que si alguien necesita decir algo la necesidad misma lo debe llevar a hablar sin rodeos. Además ¿qué puede preocuparle más que quedarse sin su espacio? En estas circunstancias una pregunta sobre cualquier otra cosa sería absurda. Tal vez quería hablar sobre los gritos.

Estoy tan cansado de oír suposiciones, chismes, razones y causas, que jamás se me ha ocurrido que se trata de un tema que se deba hablar con el padre Samuel. En un pueblo como éste en el que la gente camina por la calle mirando a los lados para ver quién pasa, para saludar al conocido con mucho aspaviento, hacer dos o tres preguntas que indiquen interés por la familia y los enfermos, prometerse visitas y seguir de largo pensando qué viejo se ha puesto… en un lugar así en el que hablar de los otros es ejercicio, deporte y costumbre, un chisme como el de los gritos tiene todas las cualidades necesarias para que dure eternamente. Nadie puede decir cuándo empezó todo, aunque los compadres compitan en los botiquines por cuál es la historia que ofrece más pruebas. Más de uno ha repetido ¡pregúntele al padre Samuel si no me cree! porque es sabido que nadie va a hacerlo. Yo tampoco. Qué interés puedo tener en recibir una explicación que nunca voy a saber si es cierta. No tengo vocación de detective y los misterios sirven hasta el minuto en el que les encontramos las costuras dándoles la vuelta.

Por encima de la amabilidad y la distracción, el padre Samuel me habló un rato como quien entrega una duda, dona una tristeza. Me dijo que sentía como un miedo de que todo en su vida hubiese estado equivocado. Yo escuché sin hacer gestos. Insinuó que creer o no creer en ese ser que le daba sentido a su oficio era algo que había dejado de diferenciar por completo. Me dijo que era como pedirle a una mujer que definiera si amaba o necesitaba al marido que la complacía en todo y le cubría todas sus necesidades. Llega un momento en que es una definición que sobra, la costumbre ha fabricado los lugares y las horas en que se debe acomodar la vida y no hacen falta más preguntas, le dije. ¿Y a usted le parece correcto? alzó las cejas y detuvo el paseo para escuchar mi respuesta. No tiene nada que ver que sea correcto o incorrecto, simplemente sucede así, le dije.

No voy a negar que tuve la impresión de que tantas vueltas, preguntas y dudas me sonaron fuera de lugar viniendo de un hombre al que le queda muy poco tiempo para plantearse rehacer la vida. Dudas que yo amasé cuando niño y que dejé de tomar en serio después de las primeras canas cazadas en el espejo. También tuve la impresión de que el padre Samuel se había instalado hoy sobre viejas incertidumbres, como quien escoje al azar un recuerdo y lo clava con tachuelas sobre un marco desvencijado, nada más que para darse el lujo de contemplarlo. Así que dejé de responderle y me limité a escucharlo un rato sí y otro no, acordándome de otras dudas, de resquebrajamientos varios.

Cuando niño me enseñaron o aprendí que hay dos tipos de personas, las que son importantes y las que no. Me propuse ser de las que cuentan, de las que la gente señala con admiración por la calle, de las que estampan sus firmas grandes y rebuscadas en papeles importantes. Hoy mi firma apenas carga con dos letras en minúscula que dibujo sin ninguna pompa en papeles cada vez menos impresionantes. Empecé a preguntarme, más bien temprano, qué era eso de ser importante. Una vez que uno se colocaba lo bastante cerca, todas las personas por famosas y conocidas que fueran estaban hechas de los mismos materiales sin pulir. La diferencia no parecía estar en la fama. Los hombres dan la impresión de ser diferentes sólo por las formas que escogen para mentirse, por la facilidad con que pueden desprenderse de un sueño. Nada más. El mismo empeño que empuja a unos a destacarse empuja a tantos otros a hundirse en el ruido anónimo que llena una calle, mientras más grande mejor, mientras más llena.

El padre Samuel no era obispo, no era cardenal, nada prominente. Yo no he deseado nunca ser decano o rector. Cuando entré en la universidad ya había olvidado ese aprendizaje de infancia que me impulsaba a creer en los títulos, las marcas, los escalafones, las jerarquías. Estoy en la universidad solamente porque lo único que realmente hice con constancia en la vida fue leer, comparar, sacar conclusiones, discutir y escribir una que otra de mis ideas dispersas. Sin embargo, a veces, esas veces en que uno se siente como en domingo y el alma juega a recobrar un sueño, esos días en que agarro el periódico y entrevistan a un personaje que me gusta y le hacen preguntas que convengo en considerar como importantes, me pongo a imaginar las caras y las frases que se me ocurrirían si yo fuera uno de esos tipos a los que los periodistas entrevistan para la edición del domingo. Cómo me burlaría. De qué deliciosa manera hablaría seriamente, muy recto el gesto, enhebrando una mentira con otra, exageraciones y juegos de palabras. Mezclaría brillantes definiciones y novedosas propuestas con lugares comunes y flagrantes idioteces, sólo para ver cómo el periodista nota la contradicción pero no reacciona, sonríe aceptándolo todo con receptividad de grabador y pasa a la siguiente pregunta. Eso es lo que me quedó de mis afanes de grandeza, las ganas de hacer de vez en cuando una travesura tonta que la gente aplauda porque mi nombre le resuena en la memoria en letras impresas.

El padre Samuel tampoco parece tener la intención de buscar el reconocimiento de las multitudes. Pero nunca se sabe. Hay tantos caminos para salir del anonimato, hasta el crimen sirve. Dejó de hablar durante casi una hora y los dos nos quedamos sosteniendo el silencio sentados en un banco, conscientes de que eran los últimos minutos de un rito repetido ya demasiadas veces. Tal vez mañana me haga un tiempo para verlo irse, para odiar con un odio prefabricado y tieso esas máquinas que tal vez tengan la osadía de presentarse justo cuando salga el último ser vivo del edificio ya vacío, con sus dos pisos inútiles esperando… ¿qué será? ¿dinamita? ¿cómo tumban esos techos, esas paredes? Es terrible que todo se reduzca al final a una pregunta técnica.



Me gusta este tipo. No sé por qué. Nunca se sabe cuál es el gesto que nos engancha, la frase que nos hace sonreir ante un ser que decidimos que vamos a querer para siempre. Me gusta la forma como se me muestra, su manera de no entender, la forma en que creo que espera que todo se termine y que sea preferiblemente indoloro. ¿Por qué no le concedo vilezas? Palabra fea. Hay tantas cosas que un hombre puede hacer sin buscarle causas, como si respondiera a un impulso. Hasta que una noche en la que el sueño tarda, una frase descubierta en un texto, un empujón repentino le hace entender que en realidad aquel acto que se repite en su memoria se debió a una razón ¿cómo llamarla? ¿baja? En todo caso, un escondido temor, un oculto prejuicio salta de repente para mostrar lo inmundos que podemos ser. Aunque nuestras manos se mantengan pulcramente limpias y sigamos mirando a los otros serenamente a los ojos como si nada hubiésemos descubierto. ¿Cuál es la bajeza que le perdono a Salgar?


...

No hay comentarios: