Capítulo III




No hay nada de falso en este gesto de taparme rotundamente la cara con la almohada, estoy alejando el silbido insistente de un mosquito de mierda. Admito que no es la mejor manera de despertar cuando es martes y hay que estar de flux y corbata a las ocho y media y se vive en este pueblo con pretensiones de ciudad donde el calor achicharra toda idea que levante vuelo. Pero nadie escoge el ruido que lo obliga a salir del sueño. Había algo como un río o un puerto en esas imágenes que acabo de perder; barcos oscuros y altos que parecen patinar en el agua manchada de aceite. Siempre hay agua en mis sueños. Se me va borrando el alma mientras el cigarro que fumo a las siete y cuarto se consume para dar paso al momento inevitable en que hay que poner los pies dentro de las pantuflas y arrastrarlas con flojera hasta el baño, mirar una cara en el espejo y recibir el recuerdo infaltable de todas las mañanas: la cara del protagonista de All that jazz que sonríe y dice el show debe continuar.

Esta es la hora en que me arrepiento de todo lo que me tengo que arrepentir. Maldigo el minuto azaroso en el que creí que ser profesor era mi destino y el momento perdido en el recuerdo cuando decidí que el matrimonio, la familia y sus placeres tediosos no volverían a tentarme. A las siete y media de la mañana daría parte de mi vida por ver una bata de mujer flotar alrededor de mí trayendo una taza humeante de café con leche. Es un deseo que se borra a un cuarto para las ocho, cuando llega la señora Alberta y prende la radio de la cocina para oír noticias, propagandas y música a un volume francamente perturbador de toda nostalgia o arrepentimiento. Es el momento de enfrascarme en un duelo mudo con el espejo hasta lograr que esa imagen terca, de la que nunca puedo captar una idea total, se parezca a la que tengo como ideal grabada en algún lugar de la memoria. El resto del día me mantendré convencido de que logré ese acuerdo, aunque basta el encuentro fugaz con cualquier otro espejo para convencerme de mi error.

No voy a saber en qué instante se me va a instalar un recuerdo persistente que me va a acompañar gran parte del día, una imagen de la cárcel o de la redacción de El Independiente o del frío de una calle de Santiago en aquel exilio que de tan lejano parece que no fuera mío. A veces es un fastido tener que cargar con una historia y cada vez que uno conoce a alguien y lo ve más de tres veces largarse a contar, ante las preguntas del caso, esa acumulación de hechos que dejaron hace mucho tiempo de producir ecos y ya no son más que tres o cuatro imágenes sueltas. Contar que desde muy joven amé el periodismo y sus riesgos imaginarios o reales. Porque en aquellos años de dictadura y de democracia apenas recién nacida, decir periodista era decir riesgo. Hoy hacer periodismo es vestirse bien, ir a los lugares de moda, tener siempre las pilas del grabador cargadas, hacerse el que no ve ...y jamás, jamás arriesgarse. Aquel periodismo que hacíamos era el de creer que podía educarse al pueblo. Teníamos esa idea del pueblo que pronunciábamos como en itálicas. No pasaba de ser una abstracción como toda palabra que encierra multitudes.

Denunciábamos maniobras, postulábamos doctrinas y llamábamos a desobedecer a quienes se habían adjudicado el monopolio del poder. Usábamos la Constitución como argumento, ¡qué manera de soñar! Y, claro, en ese tiempo la cárcel era la forma de mandarlo a callar a uno. Tres años en los que tomé clases de teoría política, llené mis lagunas en historia, comprendí las razones económicas y sociales de nuestra lucha, pero perdí muchas certezas.

A esta altura del relato el interlocutor ya se ha arrepentido de haber preguntado sobre mi pasado y termino con un vuelo rasante sobre el exilio y los planes de publicaciones que nunca pasaron de bocetos. Lo demás es historia reciente, ocupar un cargo de profesor universitario, sin haber obtenido en la vida ningún título académico, sólo porque me ha sobrado demasiado tiempo para leer. Y estar aquí, lejos de la capital y sus competencias, por una voluntad de soledad en la que no creo, aunque crea más en eso que en cualquier otra cosa. Me gusta la sensación de bajar a toda velocidad hasta el pueblo, imaginando que arriesgo la vida en cada curva de la carretera angosta mientras pienso en las clases que tengo que dictar hoy y recuerdo la angustia del padre Samuel ante la inminencia del desalojo. Hace unos días me preguntó angustiado que si había una razón válida para cometer semejante injusticia y yo le respondí de una manera más bien fría, como si dictara una clase, que el dinero era la única razón que tenían los hombres hoy en día. Se molestó tánto. Sé que le indigna reconocer que unos millones de bolívares están por encima de los ancianos temblorosos que ampara, de los seminaristas que dirige con puntual discreción, de sus misas escuálidas de las seis de la tarde. Impotencia de no tener a quién mentarle la madre, aunque sea cura, de no poder golpear, patalear, decir ¡coño!, ¡coño de la madre! Y miedo de no acostumbrarse a mirar otro árbol que no sea el almendrón que da sombra a la ventana por la que se asoma todas las tardes para ver si vengo por el camino. No puede ser fácil.

Le dije que todavía se podía hacer algo. Soñé con una manifestación vociferante que levantando pancartas impidiera la llegada de las máquinas; pero ni él ni yo creímos, en realidad, que diera resultado. Había que creer, primero, que existía alguien, una sola persona siquiera, capaz de subir por la calle gritando consignas a favor de mantener en pie un ancianato -que es a la vez un convento- donde viven seres que nadie conoce y sobre los que solamente se sabe que hay noches en que gritan. No hay nadie en esta universidad interesado en los viejos y los curas. Aquí hay una sola preocupación: que el tiempo pase muy rápido y al final cada alumno tenga en las manos un título que lo acredite para ganar un sueldo. Tal vez no haya tampoco nadie interesado por salvar al convento en el resto de la ciudad. Los viejos dan miedo porque son premonitorios y los curas no inspiran solidaridad porque presumen de creer en algo en medio de este tiempo confuso de seres que dudan.

Mientras tanto aquí llegan mis estudiantes. Van sentándose en los pupitres sin muchas variaciones. Casi siempre la morena de pelo inmensamente largo se sienta en esa esquina, el gordo hiperquinético que sacude durante una hora entera el pie izquierdo está en el mismo cuarto puesto de la segunda fila, la muchacha narizona, blanca y delgada, sigue viéndome desde el fondo de la tercera fila con la misma cara de terror del primer día. «La evolución económica y social de Venezuela» como he dicho desde el inicio de nuestras clases «no escapa del curso histórico que en general caracteriza al subcontinente latinoamericano». Ellos están ahí viéndome leer mis fichas que se han vuelto amarillentas en sólo diez años. Conocen los libros de donde provienen estas citas porque ocupan un espacio en sus escasas bibliotecas o tal vez solamente una línea o porque han visto repetirse los títulos en todos los programas de las asignaturas de ciencias sociales que tienen que cursar. Pero jugamos todos este juego de la repetición, como si hubiera algo importante que decir; este juego de escuchar y tomar notas como si fuese irreparable perder un solo dato, como si las últimas investigaciones sobre el tema las hubiera hecho yo y estuviera dándolas a conocer al mundo por primera vez en este instante. La ignorancia ajena es nuestra virtud más sobresaliente y también tener una cara que ayude a la hora de dejar muy claro el conocimiento exhaustivo que tenemos de la materia. Una sola pregunta hecha en el tono adecuado y con el gesto exacto basta para que esa muchacha esconda en la barbilla su nariz impertinente. Están aquí sintiendo que cumplen con un deber, por encima del fastidio. La recompensa está en que tienen toda la mañana ocupada y las lecturas que deben hacer, los textos que tienen que redactar, les proporcionan una ilusión de tiempo repleto de responsabilidades. De ahí a pensar que su actividad es importante y trascendente no hay mucho que andar.

Yo también sufrí mi tiempo de fe en los libros. Creía que en una frase podía estar encerrada la verdad última de la vida y que sin duda en algún libro iba a encontrarla. Era cuestión de paciencia y tenacidad. Devoraba mamotretos de quinientas páginas con esa secreta esperanza, esgrimiendo un resaltador amarillo con el que atentamente cazaba las frases que se me plantaban delante como definitivas. No había razón para vivir más importante que esa búsqueda. Pero acumulaba título tras título en los estantes polvorientos de mi biblioteca y nada cerraba el círculo, la verdad última no aparecía por ninguna parte. Solamente había fogonazos, repentinas iluminaciones que se apagaban a la segunda lectura, dejándome una sensación de paraíso perdido. Fue cuando resolví que yo iba a escribir eso que faltaba, el ángulo desconocido desde el que jamás se había captado la realidad, la historia precisa, la frase contundente y dueña de todos los sentidos.

Después de diez años en el intento no creo que me quede más que reconocer que ahora sé por qué no encontré la verdad definitiva que faltaba en los libros: porque no existe. No hay una sola verdad, una historia, una frase. Es lo que estos niños con cara de adultos por venir van a descubrir un día. Y lo más probable es que después de tropezarse con el exceso de verdades, la cantidad exagerada de razones válidas, tomen el camino fácil de no buscar nada más. Y se contentarán con andar por ahí sosteniendo una certeza cualquiera mientras cumplen un horario de oficina, se divierten sólo los días de fiesta y ven televisión de siete a doce, recostados en la cama hasta que llega el sueño.

Los otros, los que no se conforman y siguen como buscando en las grietas de las aceras, nunca sabremos quiénes son. No es verdad que se reconozca a un ser que duda sólo por la forma en que mira con detenimiento su zapato, tal vez está realmente mirando el polvo que se le amontonó en el tacón y no hay en eso ningún desasosiego. No hay que perder la esperanza: como nunca sabremos quiénes son esos seres que mantienen con vida su duda, y a través de ella una necesidad en el alma, podemos permitirnos el consuelo de creer que están en todas partes, ocultos detrás de cualquier mirada atenta o distraída. Lo grave es que buscar una especie de consuelo es tanto como aceptar que unos serán mejores que otros, que si hay aunque sea uno de estos muchachos anidando una rebeldía, entonces yo puedo salvarme. ¿De qué me voy a salvar?

Fin del juego. Todos miran ya sus relojes porque estamos ya pasados de tiempo. No hay más almas que salvar hasta mañana, cuando la sagrada labor de la enseñanza se reanude a la hora estipulada y respete obediente los límites precisos. Pero no es momento de cambiar de expresión, es necesario que el gesto siga siendo altivo unas horas más, el escritorio debe estar lleno de papeles, carpetas y libros; las cejas altas y la mirada atenta para responder a todas las consultas de último minuto. ¿De verdad no me importa que no se rebelen? A veces quisiera que soltaran una carcajada escandalosa delante de mi cara eficiente. Pero no lo hacen y me alivia que así sea, aunque alguna vez yo haya dormido más tranquilo -hace veinte años- bajo o sobre la certeza de que las estructuras podían cambiarse, que el proceso estaba en marcha y lo que llamábamos con candor las condiciones objetivas eran favorables. Era el tiempo en el que había que saber una clave para tocar la puerta. Llevábamos papeles de un lado a otro, obedecíamos órdenes sujetas por hilos en el aire y creíamos sinceramente que hacíamos la revolución. No fui de los primeros en dudar, aunque me cueste reconocerlo. Considerábamos traidores a los que comenzaban a dejar la causa por una estabilidad familiar o la oportunidad impostergable de un trabajo en la oficina de prensa de algún organismo público o privado. Eran demasiados los que pensaban que todo debía seguir el rumbo que llevaba y nosotros nos negamos a aceptarlo con una ferocidad que nos fue devorando, encarcelando, exiliando, hasta que llegó la hora de reconsiderar, como en la historia aquella de Vicente Emparan, quien dicen que dijo «¡entonces yo tampoco quiero mando!».

Un sonido en el alma, que como todo el mundo sabe se aloja en el estómago, me está anunciando que es hora de almuerzo. Es el momento en el que sopeso las posibilidades de enfrentarme a los guisos de doña Alberta o gastar algo de plata en una comida más decente. Casi siempre escojo la casa, más por la pequeña siesta que me espera que por la atracción de la comida se doña Alberta que sabe siempre igual. El almuerzo es una pausa que aunque me da una especie de tregua no siempre me gusta. Porque si creo tener un ánimo útil, algo como una disposición de hacer una cosa productiva durante el día -como impulsar una manifestación para evitar que desalojen y derriben el ancianato- esa pausa me trastoca los propósitos y después de la siesta todo me parece superfluo: el mundo ignora por completo que mi ayuda puede serle útil, así que no hay esfuerzo que valga.

Eso no impide que me dé pena presentármele en la tarde al padre Samuel sin multitudes y sin pancartas, ni un alma coreando una protesta. Pero él sabe ya que así va a ser, no me creyó ni un segundo cuando le dije lo de la manifestación. La señorita Olga tampoco me creyó cuando se lo comenté mientras la llevaba hasta su casa. Aunque no tengo que extrañarme de que no me haya creído porque ella no parece creer nunca en nada. Anda como tocándose siempre con insistencia un botón de la camisa. Pero más que una mujer sola es una mujer alejada, con un retazo de amargura guindado en cada gesto. Esas mujeres nos hacen sentir inútiles, como seres de los que se puede prescindir sin necesitar ni razones. No es como aquella muchacha, un poco más gordita de lo que yo imaginé al verla vestida, de la que me enamoré perdidamente con sólo pedirle un vaso de agua y mirarla menos de un minuto recostado en la nevera.

Ella instaló sus ojos negros en medio de mi gesto de hombre deslumbrado y me dijo a través de una sonrisa ¿qué más quieres? Sabía lo que podía responderle y no le importaba. Pero no lo hice. Solamente le devolví el vaso vacío dándole una respuesta ridícula como, por ahora más nada, gracias. Me descubrió después mirándola atontado mientras se conversaba en voz alta sobre los errores imperdonables de ciertos colegas. Las acusaciones iban y venían, los amigos alzaban la voz y se emocionaban más de la cuenta. Ella seguía la discusión como si no se diera cuenta de mi interés, pero al mismo tiempo seguía todos mis movimientos y cuando anuncié que ya era hora de irme encontró una excusa para acompañarme en el ascensor y abrirme la puerta de la calle. Fue una semana apasionada, pero justo en el momento indebido. Tenía cinco años casado con mi mujer y pretendía amarla. Me congestioné de remordimientos y esa pasión apremiante que me obligaba a buscarla se consumió en sí misma después de unos días angustiosos en los que me empeñé en encontrarle defectos. En momentos inesperados le hacía preguntas para comprobar, satisfecho, ciertas ignorancias. Me negaba sistemáticamente a escuchar historias de su vida y cuando ella ensayaba una frase que anunciaba un recuerdo yo tenía algo que hacer, se me hacía tarde, después nos vemos. Ante mis despedidas casi violentas ella ponía una cara que nunca supe descifrar. Yo sé lo que pasa, yo sé y es mejor así… quédate tranquilo pensando que soy una niña estúpida, es mejor así. No sé en realidad qué entendió ni cómo lo entendió, pero cuando yo dejé de buscarla ella guardó una distancia y un silencio absolutos. Después no sentí nada, ni siquiera tristeza. Debo haberme convencido realmente de que esa muchacha de franela gris que aquel primer día se puso la camisa de mi piyama, no valía la pena. La pobre, oía todo con un asombro tan conmovedor. Sentí que había llegado al colmo de la cursilería cuando me dijo mirándonos en el espejo: hacemos una buena pareja. Tal vez estaba de verdad enamorada, la pobre. El día que por fin nos despedimos me anunció: es posible que no nos veamos nunca más. Yo respondí como un autómata con una frase hecha que usábamos hace siglos: es posible, pero poco probable. La vi irse de mi vida para siempre con el convencimiento de que había cometido un error atroz.

Así que la señorita Olga no me creyó y bajó del carro dándome las gracias porque iba a dejarla por fin sola de nuevo. Es mejor saber que no me creyeron. El padre Samuel va a saludarme como siempre aunque estará más triste. Después de saludarme me invitará a caminar un poco con él por el jardín y conversará en su tono de cura de pueblo sobre las virtudes del clima, los transplantes de rosas o la mejor manera de curar un catarro que no cesa.



¿Se acercan esos hombres que pasean mientras hablan? Yo los he visto detenerse con las manos en la espalda, puntualizar algo y seguir caminando hasta volver a la sombra que los libra del resplandor indeciso del sol de las cinco. ¿De qué hablan? Cómo saberlo si yo apenas los veo un momento desde la cerca y no me siento capaz de imaginarlo. ¿Se cuentan algún secreto? No. Los hombres evitan los secretos. Y si sienten la urgencia de decirlos hacen primero una ceremonia introductoria digna de luces y cámaras. No son espontáneos para desnudar el alma como la mujer que mirando la espuma del café recién hecho le comenta a la amiga que las cosas están mal, que hay tristeza y el novio dejó de llamar… cosas así.

Nadie puede asegurar que Salgar haya escogido por sí mismo sumergirse en esa soledad de hombre sin familia. No sé cómo supe que era divorciado, pero nunca me enteré de las razones. Puede haber sido ella la que lo dejó y ahí empieza la jurisdicción de los chismes. Tampoco está en mis manos decidir su eficiencia como profesor. Ese es un terreno tan resbaladizo. ¿Dónde se empieza a dejar de hacer todo lo que sea humanamente posible para ejercer como es debido una función? Lo que realmente sé de él es que es un hombre más bien bajo, casi barrigón, y con una forma de mirar que, sin hacer mucho esfuerzo, podría calificarse de cruel. Pero es una idea como cualquier otra. Lo justo sería admitir que su mirada me dice tánto como la de los demás: bien poco o lo que se me ocurra imaginar.

Salgar Calero tiene la edad suficiente para permitirme creer que vivió en esos años en los que luchar por un ideal era la moda entre los intelectuales y los jovenes de clase media. Pero bien podría ser que aceptara las cosas como venían, que trabajara en alguna pujante empresa publicitaria ganando un sueldazo y las convulsiones de los tiempos de violencia no le enturbiaran ni un solo minuto del día, más allá de un comentario casual hecho en el bar de un restaurante de lujo, haciendo tintinear el hielo en el vaso de whisky rigurosamente importado de Escocia. Podría haber incluso remordimientos instantáneos y fugaces por aquellos días en los que tanta gente parecía andar tomando el cielo por asalto y él se quedaba instalado en la tierra sin molestarse ni siquiera por mirar a lo alto. No hay razones para pensar que prefirió las luchas. Tampoco las hay para creer que estuvo apoltronado en la más absoluta de las calmas… preferiría un punto intermedio. Pero su manera de peinarse y su especial forma de caminar con absoluta decisión, aunque con calma, me obligan a sentir el deseo de colocarlo en esa cárcel y ese exilio. Hay miserias que no le perdonamos a ciertas personas porque nos han hecho creer desde el principio en su lado heroico.

Hay que aclarar, eso sí, que es un dato rigurosamente cierto que Salgar Calero tuvo la intención de levantar a un grupo de estudiantes de la universidad para que manifestaran a favor del convento. Lo que no se sabe es por qué decidió al final no hacerlo. El hecho es que no hay nadie hoy cubriendo esta calle de gritos y papeles. Todo el mundo está esperando que el ruido de las máquinas lo despierte mañana y no haya nada más qué hacer sino lamentarse, sinceramente o no, aunque recordando con cierto alivio que ya no habrá albergue para los gritos en medio de la noche.


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