Capítulo VIII




Es como una rabia. No creo que consiga una palabra más justa. Todo este trajín y esta recogedera, horas y horas. Cajas van y cajas vienen. Uno debería regalar todo o quemar todas las cosas cuando se muda y empezar otra vez desde cero. Una fogata imnensa en medio de este patio que empieza a llenarse de monte hasta en las grietas más pequeñas de los ladrillos. Una fogata inmensa con esa cantidad de papeles, carpetas, revistas, libros, cuadros de santos y vírgenes. Hasta uno que otro viejo enclenque. Estoy seguro de que más de un ser respetable, de esos que andan por ahí de corbata y portafolios, ha tenido ganas alguna vez de prenderle fuego a un viejo. Yo, por ejemplo, lo hubiera hecho sin remordimientos con mi viejo. No me hubiera arrepentido nunca de quemarle esa expresión de sordo, esa cara de bruto que ponía cuando yo trataba de defenderme de su acoso. No había día en que no llegara a preguntarme vainas, a exigirme cumplir con responsabilidades que él inventaba para mí. Y después de pasar media hora haciéndome preguntas, lanzando acusaciones y apuntándome con el dedo, se callaba como si hiciera una pausa para oír mi respuesta. Pero bastaba que yo abriera la boca para que él volviera que si esto, que si lo otro, sin escuchar. Yo me aturdía, me desesperaba. Quería darle un solo puñetazo y callarlo de una vez, pero nunca me atreví. Lo que hice fue irme. Soñé con una fuga de esas espectaculares en las que es de noche y uno guarda apurado tres o cuatro camisas en una maleta para salir por la ventana a enfrentarse a la vida. Pero no fue así. No hubo maletas ni noche ni suspenso cinematográfico. Simplemente un día alguien me dijo que aquí estaban buscando un muchacho para encargarse de la limpieza, el jardín o cualquier cosa que se necesitara en la cocina. Salí de la casa de mi viejo con lo que cargaba puesto, levanté el dedo al borde de la carretera que viene al pueblo hasta que conseguí que alguien me trajera.

Es verdad que a veces me acuerdo de él como si esperara sentir un cariño, un apego por ese ser que odié hasta el límite. Me acuerdo de su cara, pero ya se me ha borrado de la memoria la firmeza de sus rasgos. Uno no puede odiar un recuerdo que apenas se sostiene. Se me acabó la rabia ya. Aunque sé que bastaría con que regresara y cruzara la puerta de la casa. Bastaría con que caminara por el pasillo y lo viera, para que todo volviera a su lugar: la sensación de que no hay conexión por ninguna parte y el asco. Tal vez en unos años lo entienda. ¿Será posible que yo me vuelva tan ciego, tan sordo, tan mudo como para entenderlo? Todo el mundo me dice que más adelante lo voy a entender. El cura Samuel me lo dijo después que le conté de todas mis rabias, porque pensé que eran pecado y quise confesarme. Él se sonrió sin alarmarse y me dijo, ya lo vas a entender más adelante, dale tiempo. Sé que el padre Samuel piensa que todo este impulso se me va a acabar, estas ganas de conocer, aprender, vivirlo todo en la menor cantidad de tiempo. Piensa que me voy a cansar como esos maratonistas que no saben administrar sus energías y las queman en los primeros kilómetros, para llegar de últimos, medio muertos o queriendo morirse antes de tener que encarar a los que oyeron las fanfarronadas anteriores a la señal de salida. Pero no es así y el tiempo va a demostrárselo. No voy a cansarme ni a rendirme. Sé que no tengo muchas credenciales a estas alturas de la vida, porque hace apenas unos años estaba jugando trompos y aprendiendo a montar bicicleta. Pero tal vez esa sea la mejor de las referencias: no hay nada en el pasado, todo me está esperando más adelante. No tengo nada de qué arrepentirme. Puedo mirar con asco a los viejos y sentir repugnancia por la manera en que dejaron que se les pasara la vida.

Como el día en que lo vi buscando entre las faldas las nalgas de aquella niña. Casi vomito del asco. Ella se había criado con nosotros como una hermana, pero él comenzó a mirarla distinto desde la tarde en que nos vio llegar del río, empapados. Ella cargaba un vestido amarillo que se pegó a su cuerpo como un papel mojado y dejaba ver sus senos duros de pezón casi negro. Él nos vio llegar, la miró un rato y se ve que sintió como un susto. Nos mandó a vestir a gritos. Después de eso empezó a perseguirla como quien responde a una orden que no puede resistir, como si no hubiera más espacio en el mundo para él que la sombra que ella dejaba en las paredes. Me di cuenta tarde, acostumbrado a ignorarlo todo el tiempo que me fuera posible. Me di cuenta porque se había olvidado de mí. Y el día que todo se reveló, decidí planear una venganza. Ella me ayudaría. Teníamos que pensar qué le dolería más. El viejo sacrificaba hasta el último real cuidando a sus gallos, entrenándolos, cruzándolos para lograr ejemplares de primera, vendiéndolos después por una buena cantidad. Eso era lo que más le importaba en la vida. Pero qué hacer con los gallos. Tal vez utilizar el mismo oficio para el que son criados y entrenados: pelear hasta morir. Tal vez bastaría con que los colocáramos a todos juntos en un lugar pequeño para que se descuartizaran unos a otros. Era cuestión de escoger el día, la hora, un momento en el que nadie pudiera salvarlos. Lo planeamos cuidadosamente, cuchicheando en los rincones para que no fuera posible culpar a nadie.

Los sábados el viejo salía a negociar sus mejores ejemplares. Hablaba maravillas de los gallos con los potenciales compradores que calculaban en silencio cuánto costaría en verdad cada uno. Si el negocio les parecía bueno se acercaban por la tarde hasta la casa para ver en persona al ponderado gallo. A las ocho de la mañana ya el viejo estaría saliendo para el pueblo. Nos movimos con rapidez, todo quedó dispuesto y salimos a hacer las compras para que no se nos pudiera acusar de haber estado ahí. La cara que el viejo puso al enfrentarse a aquel espectáculo de pescuezos rotos y ojos vaciados, de sangre y plumas, no pudimos verla. No escuchamos su grito desesperado ni sentimos la rabia infinita que lo obligó a sentarse en el suelo por horas entre los restos casi inmóviles. Nada fue igual desde ese día. Ella se fue una semana después con el primer muchacho que quiso llevársela. Yo terminé aquí, lidiando con otros viejos. La diferencia es que a estos no tengo que obedecerlos y que soy más fuerte que ellos. No les tengo miedo. Aunque se empeñen en contarme historias larguísimas de sus vidas claramente inútiles y me asuste pensar que algún día pueda estar yo también así, agarrado desesperadamente al codo de un muchacho indiferente mientras le cuento la vida que perdí.

Ellos están esperando. Ya no tienen nada más que hacer. Se sientan y miran una grieta en el piso y si hay alguien que escuche construyen por milésima vez un recuerdo. Si uno los ha escuchado lo suficiente, es posible notar las diferentes versiones que pueden contar de una misma historia. A veces eligen un tono triste, otras veces un final alegre. Cuando nadie los oye simplemente se dejan acompañar por esa imagen que de tanto retocar y pulir en el recuerdo se ha vuelto otra cosa muy distinta de lo que fue. Muy raras veces confiesan una culpa. En medio de esta soledad donde no caben los afectos, sienten que están pagando por aquel error y que es preciso recibir un escarmiento definitivo, doloroso pero rápido, que los libere de esa enorme culpa que torció su destino y les permita, una vez expiado el pecado, volver con los seres que amaron. Es la esperanza que les sostiene el alma… y hay quien ha sabido aprovecharla.

Yo no necesito castigos. No tengo culpas. Lo que necesito es una puerta abierta, un muro que pueda saltar en la noche, un camión lleno de cajas que me lleve a otra parte, cada vez más lejos. Lugares en los que voy a encontrar a otras mujeres como María esperándome en la oscuridad con un leve perfume a hojas. Donde, con el favor de Dios, no habrá viejos. Donde tal vez consiga a otra mujer como Adela, que me regale camisas casi nuevas, cajas de cigarros, zapatos y uno que otro billete sólo por ser discreto, tocar con una seña precisa la reja de la ventana y esperar que su mano helada me arranque de la noche para entrar al cuarto por un pasillo oscuro. Ella sí me habla. Me habla en un susurro constante que yo casi nunca entiendo pero que me gusta escuchar porque me excita su aliento caliente en la oreja. Al principio me asustó su modo brusco de garrar mis manos y ponerlas en los sitios de su cuerpo que quería sentir vivos. Todo con ella es desesperado, ansioso, crispado. En quince minutos ya estoy tendido, medio vestido todavía, con ella alrededor recogiendo sábanas y calzoncillos en un apuro que nunca se detiene. Me entrega un regalo, cualquier cosa, y me empuja de regreso a la noche con las mismas manos otra vez heladas.

No es que yo sea alguien que busque a las mujeres. Es simplemente que cuando ellas me buscan yo estoy ahí, ocupando un lugar al que nadie aspira, conveniente hasta en la manera de no necesitar promesas de silencio, porque ¿quién me creería si yo hablara? Tengo el presentimiento de que toda la vida será igual. Estaré tomándome una cerveza en cualquier lado y, sin saber de dónde, saldrá una mujer que va a deslizar un papel doblado en el bolsillo de mi pantalón, murmurará una hora o dirá un nombre y durante un tiempo me llevará y traerá de la calle a la cama hasta el día en que yo me vaya a otro pueblo, a otra ciudad, buscando calles más anchas, otra gente. O hasta que la contraseña ensayada en la ventana deje de producir efectos. Será fácil vivir si cada una de ellas me da un regalo, si les da por pagarme de algún modo para sentirse menos humilladas. Habrá tantas que ninguna en particular me hará falta.

Me voy y es como si me las llevara conmigo en una caja. Hace semanas que no veo a Adela, pero María me esperaba esta noche y sé que me dedicará alguna lágrima. No importa. Ella también va a olvidarse de mí con cualquier otro Juan. Lo que me espera será siempre mejor que esto. Lo importante es no detenerse, no pensar que cualquiera de esas tristes miradas de viejos que se despiden puede ser mañana la mía. Sobre todo no pensar jamás en la muerte.



¿Se puede creer en algo concreto a los diecisiete años? Tal vez ese muchacho sea un poco mayor, tal vez tenga unos veinte años. No es que haya una diferencia importante, pero sí una sutil. Ha pasado tanto tiempo desde que yo tenía esa edad que me resulta imposible recordar cómo era, qué pensaba, o siquiera si pensaba en algo. De todas maneras, si lo recordara estoy seguro de que me daría tanta vergüenza que no podría recrearlo en un papel. Ya no seré nunca un niño de diecisiete o veinte años. Perdí hace tanto ese tonto paraíso de la juventud. Y no quiero hacer demasiados esfuerzos por inventarle una historia adecuada a ese muchacho más bien flaco que se dobla bajo el peso de los muebles que acarrea hasta la acera y vigila atento hasta que se pierden dentro del camión. Nunca voy a saber si fui justo, si me quedé atrapado en un juicio chato, si le di demasiado vuelo. Y además a quién le importa.


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