Final





Cómo voy a explicarlo. Cuál es la manera correcta de decir que antes de que todo sucediera unos ojos miraron hacia arriba como quien suplica, pide perdón, se arrepiente. Todos creemos ahora que en algún momento tuvimos el presentimiento de este final y reconstruimos pistas a partir de ese cuerpo inmóvil y de recuerdos dispersos que tal vez nos estaban diciendo algo que no entendimos. Cada quien contó el modo en que tuvo su presentimiento y después fue bajando la voz hasta callar de vergüenza por no haber sido capaz de hacer algo ante la inminente desgracia. Sólo Salgar entró, miró con un gesto involuntario de asco y dio media vuelta para salir sin decir una sola palabra. Aunque yo sé que odió por el resto de su vida haber tenido la infeliz idea de mirar hacia ese rincón después de atravesar una puerta a la que nunca debió llegar. Fue el único capaz de jurar que no había recibido señal alguna a pesar de la conversación apagada y llena de silencios del día anterior.

Entran y salen policías y técnicos forenses vestidos con batas blancas. En la habitación despoblada de muebles y cortinas, el sol de las nueve, casi tan alto como si fuera mediodía, irrumpe haciendo imposible cualquier tono de tragedia. Bajo esa luz nada parece trascendente, todo está como pintado en cartulina con creyones de colores. No hay más que un cuerpo cubierto por una sábana verde del que sólo se ven, como una extravagancia, dos zapatos marrones. Se adivina la posición de los brazos y las piernas en las formas que dibuja la sábana y es incluso posible adivinar dónde está la mano engarrotada de la que los diligentes agentes del orden han separado ya el arma. En medio de los funcionarios que van y vienen, pasando por encima del cuerpo, puede verse la mancha oscura que se origina en el cuerpo y se expande hacia el rincón. En las paredes hay salpicaduras alegres, como si un niño se hubiera levantado justamente ese día con ánimos de carnaval y hubiera disparado al aire con una pistola que en vez de agua cargara salsa de tomate. Algo de no creer vuelto pura fiesta de blancos, verdes y rojos por culpa de este sol que todo lo ilumina.

Adela no quiso entrar, le horrorizaba cualquier idea que tuviera que ver con la muerte. María la imitó por prudencia, porque tal vez una especie de remordimiento la paralizaba, aunque se moría de curiosidad por ver cómo era un cadáver, y de un cura además ¿te imaginas? Juan había salido con el camión de la mudanza la noche anterior, antes de que todo pasara. Olga se había ido tan temprano que no tuvo tiempo de enterarse. Ya lo leería en la prensa, porque un fotógrafo comenzaba a hacer preguntas impertinentes y no tardarían en llegar los demás.

Explicaciones, razones, causas definitivas, toda lógica parecía haber desaparecido de la faz de la tierra. En todo caso, aparte de los policías y algún viejo trasnochado nadie se hacía preguntas. El hecho estaba ahí, consumado del todo, mostrándose sin pudores para que nuestra memoria lo transportara para siempre hacia el futuro, abriendo un tema infinito para las conversaciones de cinco de la tarde en el bar, de domingos aburridos, de solteronas y abuelas. Ya se tejerían las versiones posibles y las imposibles. En todo caso algo de culpa respirábamos todos. Nadie se pega un tiro sin tener de por medio una culpa, aunque sea la simple y llana de no querer vivir un minuto más. Esa también es una culpa, porque nos hace a todos la misma desesperada pregunta y nosotros preferimos no responder. Elegimos quedarnos vivos todo el tiempo que se pueda y no nos importa demasiado sentirnos culpables por esa elección.



Me gustan las historias que se cierran. No voy a negar que me ronda ese vicio. Pero hay historias que piden una pausa eterna, más que un final, porque una cosa tangible las detuvo en el aire como si alguien se hubiera llevado a la boca el dedo índice. La muerte que el cura Samuel enfrentó entre salpicaduras en las paredes no quiere aclaratorias. Me bota a la calle con su estruendosa realidad y me acusa con un dedo cruel. Yo podría tomar el camino fácil de buscar entre las líneas dónde anoté el dato exacto que daría la pista justa para prever este desenlace. Pero el cura Samuel no supo nada de esto. No me vio por la ventana sentado en mi mesa construyendo la historia de su último día. Es solamente un susto lo que me va quedando, un miedo de mirar para atrás, de despertarme a media noche. Porque aunque han pasado meses y las paredes del convento no existen ya, hay quien dice que entre las tres y las cinco, casi siempre los jueves, se oyen gritos.


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Capítulo XII





Es como dice la canción “si uno fuera a llorar cuanto termina no alcanzaran las lágrimas a tanto…”. No me voy a echar en una cama a morir de sufrimiento. Es verdad que duele, claro que duele, pero solamente un rato. Después viene la imagen del otro Juan y su sonrisa invitándome a hacer planes. Eso basta para que el dolor dé media vuelta y se vaya a estampar huellas a otro lado. Creo que esta vez le ha tocado a mamá, porque andaba triste y salió sin decir adónde. Regresó como quien se ha quitado un pequeño peso de encima pero le queda otro, más grande. Tiene que ver con mi papá, pero no entiendo qué es. Además, aprendí tan rápido a no preocuparme por entender, a olvidarme de sus tristezas al minuto siguiente de percibirlas. Ellos jamás se toman la molestia de hacerme preguntas cuando me ven escondiendo las mías en los pasillos. Y así vamos viviendo en medio de larguísimos silencios limitados por saludos y despedidas, usando solamente las frases que se pueden decir sin incurrir en intimidades, sin ternura alguna. Buenos días. Buenas noches.

Tal vez por ese clima de hielo seco, por ese humo frío que nos envolvía a toda hora, es que yo soñé y pedí tantas veces que me regalaran una casita de muñecas. Pero una casita real, con bloques y cemento, puertas, ventanas, muebles, cortinitas de cuadros rojos y blancos. Teníamos un patio enorme, todavía está ahí pero nadie va a usarlo nunca más, y yo me empeñé en que me construyeran ahí mi casita con jardincito y todo. Yo me imaginaba dueña y señora de ese hogar en miniatura, de ese mundo en falso que ya estaba empezando a poblarse de seres cariñosos y queridos para los que yo era un ser insustituible. Un lugar en el que yo iba a crear mi propio clima, en el que todo estaría dispuesto según mis deseos y no cabría ni una discusión ni una tristeza. Pero mamá no logró convencer al viejo. Tampoco insistió lo suficiente, se lo dijo dos o tres veces y como él decía sí, ya veremos, la niña está muy pequeña todavía, déjala que crezca un poco… Ahora la niña está demasiado crecidita para jugar a las muñecas.

Pero esas ganas de tener un mundo propio, cerrado y armónico no se me han ido. Cada vez que cierro una puerta y me quedo sola, la posibilidad de ese mundo se abre para mí sin límites, como la propaganda de la tele que dice “hay un sólo lugar en la casa donde usted puede lograr sus fantasías”. Pero las mías son más anchas y más hondas. Cuando entro al baño se inicia un rito lento que es a la vez venganza por todo el apuro que tuve que soportar en el internado, donde diez minutos para bañarse era ya tardanza. Me desquito desvistiéndome con movimientos en cámara lenta. Siento las telas resbalar por mi piel como manos sin urgencia. Me cepillo suavemente el pelo. Espero sintiendo de lejos el rocío de la ducha hasta que el agua se pone tibia. Y es ahí cuando empiezo a vivir una vida que jamás tendré, impregnada de un glamour que marea, bañada de burbujas, rodeada de caballeros sonrientes que me acercan su boca olorosa a cigarro para pedirme un baile. Llega el momento en que la orquesta hace una pausa, se apagan las luces y un reflector me busca entre la gente. Camino lenta y ondulante, en un fabuloso vestido plateado que tintinea en la luz que baja del cielo. Me acerco al micrófono y todos esperan en silencio. Mi voz, de una belleza inimitable, surge sin esfuerzo entonando a capella la primera frase de una canción muy conocida. Aplausos apurados y felices me interrumpen. Espero sonriente. La orquesta inicia la música para acompañarme y ya todo es mío, el alma de aquellos que me escuchan me pertenecerá mientras cante y esta luz me destaque. Es el sueño que más me gusta, pero tengo otros y en eso puedo pasarme horas.

No es que quiera que el tiempo se me pase sin llenarlo de algo. Mi necesidad de hechos, acontecimientos y sucesos concretos crece cada día mientras espero que esta situación se decida, que estos meses horribles de indefinición se acaben y yo pueda estar ya estudiando, ocupada, llena de tareas y deberes con apenas el tiempo justo para hacer una cita corta que no dure más de lo preciso. Por eso tengo un almanaque en el que tacho con tinta china negra cada día que pasa. Lo anulo en la oscuridad para siempre, lo vuelvo mancha, pozo, hueco, nada. Como lo hago ahora con este día que muere.

Ya me bañé. Ya cené. ¿Con qué voy a llenar ahora estas horas que tarda en llegar el sueño? Tal vez dando una vuelta por el patio, aunque Juan ya no venga, aunque estén esos árboles moviéndose en la oscuridad como si me amenazaran, aunque escuche ruidos que me asusten. Alguien anda por ahí, del otro lado de la pared por donde Juan saltaba. Pensé que él era el único que pisaba ese patio pero parece que no. Alguien corre, más bien son como dos o tres que se persiguen. Oigo a una mujer a la que le ahogan gritos o risas o quejidos, un miedo enorme. No entiendo qué pasa. No me atrevo a subir a las ramas del mango y mirar al otro lado, como hacía cuando era niña. Pero igual lo hago como si no pudiera evitarlo. Ya está, no se me ha olvidado dónde poner los pies, de qué rama agarrarme.

No entiendo cuántos son ni qué hacen. La oscuridad los disuelve. Parecen dos hombres y una mujer. Ella es la que ahoga los gritos o la risa. Se cae. Ellos están demasiado cerca. Ya es una sola masa de trapos y piernas que no puedo distinguir. No se ve quién agarra qué, quién está arriba o abajo, dónde está ella. ¡Dios mío! ¿quién me va a creer si lo cuento? Escucho jadeos y palabras sueltas. Las manos se me resbalan entre los muslos, veo los cuerpos mezclados en un movimiento que parece seguir un compás eterno, que nadie nos ha enseñado, que viene como de una música vieja que nos posee por todos lados, cada vez más acelerada y brusca, hasta llenarlo todo, hasta que ya nada más puede ser llenado. Se me va un quejido y ya están mirándome. Me vienen a buscar para incluirme en su juego y yo cierro los ojos, dejo mis ropas colgadas en las ramas. Abro las piernas.

Era un hombre joven y otro viejo. No quise saber quiénes. Ellos no hablaron, sólo rieron y susurraron en un idioma extraño, tal vez latín. Todo fue preciso y gustoso. Sin calma, pero también sin violencia excesiva. La sensación increíble de estar en el medio de un placer que es de muchos. Después recogí mis cosas y regresé casi corriendo, quería borrar olores y humedades. Pero sé que había un aroma conocido, un olor de domingo que prefiero no identificar. Prefiero no saber, no recordar. Mañana se van todos y esto jamás habrá sucedido. Es mejor dormir, soñar, olvidar que soy yo quien tiene que cerrar este capítulo para que todo sea equitativo y justo. Hoy no tengo ganas de justicia, mañana se verá qué aire pega. Dormir y no pensar en la muerte en la medida en que eso es posible.


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Capítulo XI




Si no fuera porque es día de adioses uno pudiera seguir de largo por estas horas sin hacerse preguntas. Todo el día recogiendo pedazos de las vidas que se van a volver otra cosa en otro espacio, con una pausa apenas a media tarde para un trago. Y ahora que son más de las ocho preparar un café lento y oscuro, ceder a la costumbre de pensar en mañana. No tener ganas ni de bañarme ni de levantarme de este sillón a buscar los fósforos ni de creer que hay una salida cómoda para este miedo que en las noches extiende hacia mí unos dedos fríos que en el borde del aire tibio parecen esperarme. Por eso acepté que la tía Alba viniera a vivir conmigo aquel día que llamó desde Cumaná, con tres bolívares nada más, para pedirme amparo y darme solamente el tiempo justo para responder bueno, vente pues. Instaló en el cuartico de atrás lo que traía en las dos maletas que a duras penas arrastraba. En unos días estaba todo de tal manera incrustado en el lugar preciso que parecía que hubiera nacido aquí. Era claro que no iba a quedarse solamente por unos meses mientras encontraba un lugar. Ya han pasado tres años de vivir juntas como si ninguna existiera para la otra.

Ella se encarga de todo. Mi comida está lista y caliente a la hora en que la necesito, la ropa limpia, los ceniceros vacíos, todo sin que yo tenga que oír ningún lamento. Sólo me habla para pedirme dinero una vez al mes para las compras. Es el único momento en que la oigo hablar más de lo necesario, porque parece armar su discurso cuidadosamente durante días y luego me lo suelta con gestos y pausas dramáticas completamente innecesarios, porque nunca le he negado la cantidad que pide, sin importar para qué la necesita. Se ha buscado su propia compañía, un loro al que no enseñó a hablar sino a silbar una misma melodía sin sentido, un pecesito rojo que se aburre en una pecera demasiado grande para él y un gato casi amarillo, elusivo e ingrato como todos los de su especie. El resto de la vida se le llena con las telenovelas de la tarde que ve mientras lava ollas y platos; y las telenovelas de la noche que apenas escucha porque baja el volumen hasta el límite del silencio para que yo no me moleste.

Llegamos a este orden después de unos meses de acomodo en los que yo a cada paso le aclaraba que no me gustaban los ruidos, que no me iba a pasar el día oyéndole los mismos cuentos viejos una y otra vez, que ya que estaba aquí podía ayudar un poco con la comida y la limpieza. Así fue aceptando el lugar que le asigné sin premeditaciones, respondiendo más bien a un impulso que parecía venir de ella misma para hacerse útil, imprescindible, necesaria para mí como este sillón en el que tomo café en silencio, olvidándome de ella o convirtiéndola en cosa transportable. Doy por entendido que vendrá conmigo a donde yo vaya, cargando con sus dos maletas, silenciosa detrás de mí. Regalará su loro, su pez y su gato, porque sabe que donde sea que nos instalemos va a volver a encontrar algún bicho que le haga compañía en las largas horas en que me espera para recordarme que ya no puedo vivir sin sus puntuales servicios.

No es que sea fácil. Sería tan cómodo imaginar que esto le está pasando a otra y contarlo en tercera persona: Ella termina de sorber de mala gana el resto tibio de café, se levanta perezosamente porque es hora de un baño. Busca espacio en las chancletas para evitar el frío del piso y va caminando mientras se desabotona la camisa para detenerse frente al espejo a observar unos senos todavía respingados, altaneros, ocupando su espacio en un cuerpo bien formado, liso y tenso, listo para saltos ya dados, remedos de vértigo teñido de un cansancio viejo. Recuerda, tal vez, manos andando escalofríos. Con un gesto neutraliza el suspiro y se deja distraer por la ducha, por el agua fría que suelta un olor como dulce. Ya no quiere acordarse de que tuvo un minuto de miedo, largo y definitivo como una cuerda, en el que quedó guindada a una especie de desesperación instantánea. Dura sólo un minuto, pero cuenta. Se ve, por la manera como juega con la espuma, que es enemiga de hacer planes. Prefiere la lentitud de las horas que se van llenando de movimientos y no le importa el significado que tengan ni el origen ni la intención. Atrapa las gotas con un paño verde oliva, mira en el espejo su cuerpo cambiar de mojado a seco. Siente otra vez y rechaza recuerdos de manos en su piel. Es posible que calcule las marcas que el tiempo ha estampado en el cuello, en la orilla de los ojos, las que dejará en diez años, veinte. Después de vestirse acepta que es conveniente colocar una postergación detrás de cada duda, no cruzar el puente hasta llegar a él y consuelos como ése. Se permite una cena pausada, rodeada de café con leche por todos lados, y al final un cigarro adormecedor y cómplice para esperar el momento en que se acerque, terco, otro recuerdo.

Él había estado pasando con demasiada insistencia por el pasillo. Daba la impresión de que lo había limpiado cinco veces. Ella lo veía mientras archivaba fichas y ordenaba títulos. Sabía que desde hacía una semana él había llegado desde un caserío de esos que menguan al borde de la carretera y apenas esa mañana lo había visto por primera vez. Dieciseis o diecisiete, no más años podía tener ese cuerpo ansioso. Tal vez era solamente curiosidad o el deseo inocente de tener amigos en un lugar en el que todos parecían tan distantes. Lo otro vendría después como quien no quiere. Es posible que no lo quisiera con la misma fuerza y tenacidad con que lo creía. A eso se debieron, es posible, tantas vueltas de sobra, rubores, mentiras, ganas de salir corriendo a donde pudiera estar vestido y a salvo. Pero no hay que adelantarse, estábamos en el día de las miles de vueltas frente a la puerta de la biblioteca, pasillo arriba, pasillo abajo. Olga resolvió salir y después de ver la cara asustada del muchacho calcular la frase precisa que terminara con el exagerado preámbulo. No fue que le preguntó la hora, pero era algo como eso. Él dio una respuesta corta y seca, sonrió como quien pisa con rapidez el pedal adecuado y se puso otra vez muy serio. Ella lo invitó a pasar a la biblioteca cuando quisiera, si le provocaba leer algún libro o una revista ella podría recomendarle algo. Juan escuchaba con los ojos clavados en el dibujo que el coleto mojado hacía sobre el piso, sin encontrar la palabra que necesitaba para decir que sí, que más tarde, que gracias.

Una semana después logró amontonar las fuerzas, el ánimo para plantársele delante y sonreír otra vez buscando una palabra. Fue ella la que habló, midiéndolo, elaborando con destreza de veterana la manera más efectiva de hacer una sugerencia. Muchos días después, mediando revistas, folletos y libros que no pasaran de cien páginas por favor, ella le informó que era casi hora de salir y que tal vez él tuviera ganas de acompañarla un poco. Un sí tartamudo, un ya va. Después andar sin rozarse siquiera por la acera angosta. Ella diciéndole que debía sentirse muy solo entre tanta gente mayor y extraña. Él asintiendo con la cabeza, tragando trabajosamente como si un dolor le dividiera el pecho, como si aguantara unas enormes ganas de llorar. Llegaron a la casa y mientras Olga manejaba con agilidad las llaves él trataba de encontrar un lugar en el mundo en el que no se sintiera al borde de un abismo. Ella se limitó a indicar con una sonrisa hacia el interior de la casa un poco oscura, tibia, con un olor denso como a ovillos de lana y maderas. Fue dar vueltas y vueltas sobre las mismas frases. Ella trataba de no asustarlo. El tenía claramente ganas de salir corriendo al convento y librarse de lo que comenzaba a presentir como una trampa bien urdida. Medio vaso de ron tragado con un apuro evidente le fue diluyendo la tensión en los muslos y las manos. Ella se fue acercando, siempre preguntándole cosas, haciéndolo hablar, tratando de hacerle confesar que nunca había estado con una mujer, para saborear el rugoso placer de esa pequeña humillación. Él no lo dijo, y no fue necesario. El horror de su cara cuando se sintió desnudado, sufriendo un frío que no venía de afuera, fue definitivo. El cuerpo de ella, nadando en aquel miedo, se fue mostrando también con calculadas trampas para que sólo se vieran las virtudes innegables de los senos, la fuerza de las piernas tensas, la onda rítmica de las caderas anchas pero firmes. Ella buscaba las manos engarrotadas para abrirlas con la lengua y apretarlas después contra sus espacios mullidos y tibios, con una especie de furia que rozaba la venganza. Fue un ajetreo de horas. Un buscar sin encontrar, manejando escurridizas posibilidades, hasta que ella empezó a sentir fastidio y un dolor agudo entre las piernas. Juan se vistió como se lo permitieron las manos enredadas, murmuró algo que quería ser una disculpa, también un adiós, olvídalo para siempre. Ella entendió. Escuchó el ruido corto de la puerta al cerrarse, manoteó un cigarro y dijo entre el humo: no pasó nada, Juan, ya encontrarás la manera de esconder ese miedo, cuando estés con alguien que tenga más ganas que tú de correr a otro lado.

Por qué me estoy empeñando en ese recuerdo, por qué justamente hoy que el futuro se me abre sin límites ni asideros, cuando ya casi lo había olvidado. Era solamente un montoncito de imágenes y jadeos que me sonaba lejos, acompañamiento de fondo de recuerdos mejores, asaltos más felices. Justamente hoy que después del baño me siento en la cama con la pila de almohadas detrás de la espalda y un libro medio abierto, sin leer, sin pensar, con ganas de irme a la sala a ver novelones con la tía. Justamente hoy que he estado pensando en el profesor Salgar como quien quiere sacarse del alma un susto y al mismo tiempo cierra puertas y ventanas para atraparlo, porque es como un olor nuevo que llegara con la intención de quedarse metido en el primer hueco. ¿Por qué Salgar Calero? Tengo tres años viéndolo y siempre me pareció un tipo más bien insípido, un ser al que no provoca tocar ni oler, que parece tallado en piedra, ensartado en un pedestal y olvidado en una plaza pública sin palomas ni árboles. Y de repente me trae hasta mi casa y es como si fuera la primera vez que lo veo, porque sentí tan claro que me tiene como un temorcito, que me siente venir como quien mete los pies en un pozo oscuro. No hay nada que me atraiga más que el susto de un hombre. Lástima, Salgar, que me estoy yendo para siempre.

Es la forma en que olvido que el tiempo me pasa, me traspasa dejándome huellas. La manera en que creo burlar una vejez que aunque siento imposible se me viene gestando debajo de esta piel engañosamente lisa. Inventar unas ganas me ayuda a llenar de murmullos este cuarto solo en el que nadie escucha que me luzco creando frases largas y sonoras. Me ayuda a sentir que es posible, que no puede descartarse, que antes que la muerte me alcance con sus dedos fríos yo haya encontrado algo parecido al cariño permanente, alguien que esté cerca aunque no demasiado, alguien con quien compartir un lugar como definitivo. Y me pregunto siempre a las diez, aunque ahora son apenas las nueve y media ¿para qué?



Hay dos cosas con esta mujer. Sé que hay dos cosas que se me escapan. Trato de acordarme de qué se trataba exactamente lo que anoche descubrí justo antes de dormirme, mientras armaba su historia. Sé que se me ocurrieron dos buenas ideas, redondas y claras. Son para Olga, pensé, las escribo mañana, son dos. Pensé que si recordaba el número recordaría el resto, como cuando salgo a comprar algo. Y la memoria me hizo trampas. Ya no me acuerdo. Se me murió en el sueño de ayer un pedazo de esta mujer que estoy armando. Dos pedazos.


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Capítulo X





Ya está. Ya nos despedimos. Qué manera de terminar una costumbre, estrechar las manos con más fuerza que antes y poner cara de tristeza. Hubiera sido un exceso decir algo más. La tristeza verdadera me la he reservado para este momento en el que son casi las siete y hay un sillón donde me puedo recostar. Enciendo el cigarro de esta hora y es como si un hueco enorme se me abriera adentro.

El sueño me llega después de media noche y no sé si me alcancen los recuerdos, la reconstrucción obsesiva de las frases con las que arreglo el pasado, para llenar las cinco horas largas que me separan del alivio. El padre Samuel trató de ser amable todo el tiempo, pero era una amabilidad de sonrisa desganada, miradas perdidas y evasivas. Parecía tener en el alma una incomodidad que iba más allá del desalojo, pasaba de largo por la mudanza y todas las novedades de estos días. Me pareció que era algo del pasado lo que le hacía perder el hilo de la conversación y oírme atentamente como esperando. ¿Quería que le preguntara si pasaba algo, si tenía necesidad de hablar de una cosa concreta? Nunca le he hecho a nadie esa pregunta, porque siempre he pensado que si alguien necesita decir algo la necesidad misma lo debe llevar a hablar sin rodeos. Además ¿qué puede preocuparle más que quedarse sin su espacio? En estas circunstancias una pregunta sobre cualquier otra cosa sería absurda. Tal vez quería hablar sobre los gritos.

Estoy tan cansado de oír suposiciones, chismes, razones y causas, que jamás se me ha ocurrido que se trata de un tema que se deba hablar con el padre Samuel. En un pueblo como éste en el que la gente camina por la calle mirando a los lados para ver quién pasa, para saludar al conocido con mucho aspaviento, hacer dos o tres preguntas que indiquen interés por la familia y los enfermos, prometerse visitas y seguir de largo pensando qué viejo se ha puesto… en un lugar así en el que hablar de los otros es ejercicio, deporte y costumbre, un chisme como el de los gritos tiene todas las cualidades necesarias para que dure eternamente. Nadie puede decir cuándo empezó todo, aunque los compadres compitan en los botiquines por cuál es la historia que ofrece más pruebas. Más de uno ha repetido ¡pregúntele al padre Samuel si no me cree! porque es sabido que nadie va a hacerlo. Yo tampoco. Qué interés puedo tener en recibir una explicación que nunca voy a saber si es cierta. No tengo vocación de detective y los misterios sirven hasta el minuto en el que les encontramos las costuras dándoles la vuelta.

Por encima de la amabilidad y la distracción, el padre Samuel me habló un rato como quien entrega una duda, dona una tristeza. Me dijo que sentía como un miedo de que todo en su vida hubiese estado equivocado. Yo escuché sin hacer gestos. Insinuó que creer o no creer en ese ser que le daba sentido a su oficio era algo que había dejado de diferenciar por completo. Me dijo que era como pedirle a una mujer que definiera si amaba o necesitaba al marido que la complacía en todo y le cubría todas sus necesidades. Llega un momento en que es una definición que sobra, la costumbre ha fabricado los lugares y las horas en que se debe acomodar la vida y no hacen falta más preguntas, le dije. ¿Y a usted le parece correcto? alzó las cejas y detuvo el paseo para escuchar mi respuesta. No tiene nada que ver que sea correcto o incorrecto, simplemente sucede así, le dije.

No voy a negar que tuve la impresión de que tantas vueltas, preguntas y dudas me sonaron fuera de lugar viniendo de un hombre al que le queda muy poco tiempo para plantearse rehacer la vida. Dudas que yo amasé cuando niño y que dejé de tomar en serio después de las primeras canas cazadas en el espejo. También tuve la impresión de que el padre Samuel se había instalado hoy sobre viejas incertidumbres, como quien escoje al azar un recuerdo y lo clava con tachuelas sobre un marco desvencijado, nada más que para darse el lujo de contemplarlo. Así que dejé de responderle y me limité a escucharlo un rato sí y otro no, acordándome de otras dudas, de resquebrajamientos varios.

Cuando niño me enseñaron o aprendí que hay dos tipos de personas, las que son importantes y las que no. Me propuse ser de las que cuentan, de las que la gente señala con admiración por la calle, de las que estampan sus firmas grandes y rebuscadas en papeles importantes. Hoy mi firma apenas carga con dos letras en minúscula que dibujo sin ninguna pompa en papeles cada vez menos impresionantes. Empecé a preguntarme, más bien temprano, qué era eso de ser importante. Una vez que uno se colocaba lo bastante cerca, todas las personas por famosas y conocidas que fueran estaban hechas de los mismos materiales sin pulir. La diferencia no parecía estar en la fama. Los hombres dan la impresión de ser diferentes sólo por las formas que escogen para mentirse, por la facilidad con que pueden desprenderse de un sueño. Nada más. El mismo empeño que empuja a unos a destacarse empuja a tantos otros a hundirse en el ruido anónimo que llena una calle, mientras más grande mejor, mientras más llena.

El padre Samuel no era obispo, no era cardenal, nada prominente. Yo no he deseado nunca ser decano o rector. Cuando entré en la universidad ya había olvidado ese aprendizaje de infancia que me impulsaba a creer en los títulos, las marcas, los escalafones, las jerarquías. Estoy en la universidad solamente porque lo único que realmente hice con constancia en la vida fue leer, comparar, sacar conclusiones, discutir y escribir una que otra de mis ideas dispersas. Sin embargo, a veces, esas veces en que uno se siente como en domingo y el alma juega a recobrar un sueño, esos días en que agarro el periódico y entrevistan a un personaje que me gusta y le hacen preguntas que convengo en considerar como importantes, me pongo a imaginar las caras y las frases que se me ocurrirían si yo fuera uno de esos tipos a los que los periodistas entrevistan para la edición del domingo. Cómo me burlaría. De qué deliciosa manera hablaría seriamente, muy recto el gesto, enhebrando una mentira con otra, exageraciones y juegos de palabras. Mezclaría brillantes definiciones y novedosas propuestas con lugares comunes y flagrantes idioteces, sólo para ver cómo el periodista nota la contradicción pero no reacciona, sonríe aceptándolo todo con receptividad de grabador y pasa a la siguiente pregunta. Eso es lo que me quedó de mis afanes de grandeza, las ganas de hacer de vez en cuando una travesura tonta que la gente aplauda porque mi nombre le resuena en la memoria en letras impresas.

El padre Samuel tampoco parece tener la intención de buscar el reconocimiento de las multitudes. Pero nunca se sabe. Hay tantos caminos para salir del anonimato, hasta el crimen sirve. Dejó de hablar durante casi una hora y los dos nos quedamos sosteniendo el silencio sentados en un banco, conscientes de que eran los últimos minutos de un rito repetido ya demasiadas veces. Tal vez mañana me haga un tiempo para verlo irse, para odiar con un odio prefabricado y tieso esas máquinas que tal vez tengan la osadía de presentarse justo cuando salga el último ser vivo del edificio ya vacío, con sus dos pisos inútiles esperando… ¿qué será? ¿dinamita? ¿cómo tumban esos techos, esas paredes? Es terrible que todo se reduzca al final a una pregunta técnica.



Me gusta este tipo. No sé por qué. Nunca se sabe cuál es el gesto que nos engancha, la frase que nos hace sonreir ante un ser que decidimos que vamos a querer para siempre. Me gusta la forma como se me muestra, su manera de no entender, la forma en que creo que espera que todo se termine y que sea preferiblemente indoloro. ¿Por qué no le concedo vilezas? Palabra fea. Hay tantas cosas que un hombre puede hacer sin buscarle causas, como si respondiera a un impulso. Hasta que una noche en la que el sueño tarda, una frase descubierta en un texto, un empujón repentino le hace entender que en realidad aquel acto que se repite en su memoria se debió a una razón ¿cómo llamarla? ¿baja? En todo caso, un escondido temor, un oculto prejuicio salta de repente para mostrar lo inmundos que podemos ser. Aunque nuestras manos se mantengan pulcramente limpias y sigamos mirando a los otros serenamente a los ojos como si nada hubiésemos descubierto. ¿Cuál es la bajeza que le perdono a Salgar?


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Capítulo IX






Era cuestión de no preocuparse. Fue más lo que tardé pensando cómo hacerlo que los segundos que me llevó dar cuatro pasos simples hasta la puerta. Lo que me detenía era imaginar esa luz repentina sobre mi cara asustada y que algún conocido estuviera justo ahí al momento de alejarme del bar tratando de parecer alguien que pasa casualmente. Bueno, ya lo hice, no es que haya sido una hazaña, pero me siento como más de acuerdo conmigo misma. Es que Narváez Fonseca con sus cifras y sus números a la hora del almuerzo me descompuso todo el ánimo. Yo sé qué recovecos hay detrás de cada contrato que consigue, de cada millón que pasa por sus manos. Cuando nos casamos y yo vivía deslumbrada por las atenciones y las comodidades que me daba no se me ocurrió ponerme a pensar en trampas. Pero por más que uno se haga el ciego llega el día en que se escapa una frase, se encuentra uno sin querer un papel raro, se escucha una conversación sospechosa por teléfono. Así fui enterándome de cuántos miles le tocaban a fulano por hablar con sutano para que firmara la planilla tal. Y Narváez Fonseca fue cada vez menos cuidadoso hasta que, como por casualidad, comenzó a contarme los casos menos comprometedores. Era una especie de hazaña lograr unos millones para repavimentar una carretera, hacer unas casas de esas que llaman de utilidad social, remodelar un hospital, construir una cancha de deportes en un barrio. Y no era posible que yo ignorara las extraordinarias habilidades de quien me lo daba todo. De breves confidencias siempre precedidas de un “no lo comentes con nadie”, pasó a grandes despliegues de detalles para que yo me diera cuenta de lo difícil que era ganarse la vida. Al principio me horrorizaba de la capacidad de compra que tenía el dinero. Era como en las películas de gangsters, todo el mundo tenía un precio y comprar conciencias era en el fondo el gran negocio de gente como mi marido. Por eso tantas llamadas por teléfono, tantos almuerzos con gente clave, visitas, regalos, halagos. Nunca me gustaron los compañeros de trabajo de Alberto, todos me parecen seres huecos, tienen la cabeza rellena de papeles con membrete de banco. Todos están dispuestos a venderse si les llegan al precio, que suele ser bien bajo si se toma en cuenta el producto en venta.

Estuve tentada mil veces durante esas primeras confidencias a contarle a alguien, a denunciar ante algún organismo competente las atrocidades, las trampas y componendas, el robo descarado de fondos públicos. Imaginaba claramente la escena. Yo iba vestida con un traje beige de dos piezas y un maletín de cuero marrón oscuro caminando decidida por el pasillo que me llevaría a la oficina definitiva. Le digo al juez, al policía, al tipo que debe estar encargado de esas cosas, que tengo pruebas irrefutables de corrupción masiva, a todos los niveles, de la que no se escapa ni el bedel. El hombre me mira con desconfianza pero muy preocupado y me dice que le muestre las pruebas. Yo he tomado la precaución de grabar, con cautela de Mata Hari, las historias detalladas con nombres, apellidos y montos que me ha contado mi marido entre viaje y viaje. Después de escuchar más de una hora de retazos de voces y apuntar datos en una libretita, el juez, policía o fiscal me dice: esto es muy contundente, pero ¿usted se da cuenta de que su esposo está implicado en todo esto y que lo está acusando directamente? Me doy cuenta, por supuesto. Pero primero que todo está el deber con mi país, con mis vecinos y conciudadanos, y no puedo mirar a nadie a la cara sin sentir que lo estoy robando. Si, yo también lo estoy robando, porque vivo de lo que mi marido gana y si lo que él gana a través de la corrupción es al fin y al cabo un robo a la nación, pues, usted me entiende… es una situación moralmente insostenible. El hombre se mantiene muy serio, me pregunta si puedo dejarle las pruebas y me promete que abrirá una investigación exhaustiva. Yo me levanto y después de vaciar mi portafolios de cuero le doy la mano también muy seria y salgo por el pasillo con mi traje beige, liberada de un peso. Y me río a carcajadas.

No importa cuántas veces lo reconstruya ni las variantes que modifiquen una que otra frase, siempre termino riéndome porque es tan imposible. Dolería si no fuera porque así son las cosas aquí: nada es sucio si está envuelto en dinero. Pero no es solamente eso, es también que soy incapaz de acumular pruebas, buscar a quién enviárselas… es algo que está tan lejos de mi voluntad y de mis posibilidades que al imaginarlo lo hago sabiendo que no existe riesgo alguno, porque jamás va a ser verdad semejante idea. Entonces el descubrimiento de la verdad es lo que se vuelve una farsa. Cuando en una reunión de amigos se toca el inevitable tema de los millones que se ganó uno, del porcentaje que le tocó al otro, yo necesito echarle hielo al vaso, buscar un poco de queso porque ya no queda nada en el plato, ¿quieres un poco más de whisky? No puedo ser una cómplice descarada y no puedo tampoco reunir valor para desenmascararlos, porque sería como contar un chiste que ya todo el mundo sabe y que además es aburrido. La respuesta no pasaría de ser un incómodo silencio.

No fue fácil para mí reconocer con todas sus letras que yo era simplemente una mujer cobarde. Alguien que, como todos los que me rodean, se instala a vivir en la circunstancia que le ha tocado sin preguntarse qué habría que hacer para adecentar un poco el hueco. Me fui resignando a mirar para otro lado y a sostener con terquedad la coartada de que eran ellos los que hacían negocios dudosos, no yo. Saber no es hacer y comodidades como esa. Uno aprende a mirar solamente el lado que le conviene de las cosas. Lo grave es que ellos viven como si nada de esto tuviera importancia, mientras yo me paso horas tratando de no sentirme culpable, buscando una frase adecuada que responder cuando alguien, con toda razón, me grite ¡qué puedes hablar tú que vives con un ladrón! ¡un corrupto! Todo termina en eso, en buscar la frase exacta que responda a una improbable acusación. Si encontrara la frase y el tono correctos, tal vez me sentiría menos culpable. Pero la verdad es que aquí nadie acusa a nadie y ése es un grito que no voy a escuchar jamás.

Y estas ganas de salir corriendo saciadas mezquinamente con la incursión en un bar. Así es como va sucediendo todo. Uno descubre que algo no funciona, que se desvaneció un sueño al borde de un pozo. Llora un rato, se reta a entrar a un bar a tomarse unos tragos, regresa a casa caminando por aceras desgastadas por gente que anda sin sospechas ocupando alegremente su lugar en el mundo y en un momento impredecible algo se acomoda y todo puede seguir andando otro rato. Comprender está de más. Lo que logro entender hoy me parecerá confuso mañana y al final no importa. No existe una fórmula, no hay explicaciones. La regla de oro es no molestar a nadie contándole estas cosas, lanzando entre gesto y gesto alguna frase, en espera de que otro nos diga que ha sentido lo mismo y nos cuente su parte de duda. No será así. Si alguien ha estado atrapado en una duda no lo dirá y, si lo dice, nos va a mirar después con desconfianza como si nos hubiese entregado un arma capaz de matar.

Cada vez que él regresa de un viaje se me agolpan en algún lado los arrepentimientos, los otros modos con los que sueño la vida. Me imagino en un país al norte, hablando un idioma que me suena ilógico y poco amable, pero que me permite ser otra. O me acerco a esa idea que me fascina la soledad en medio de una ciudad enorme en la que amo y dejo de amar con igual pasión, donde el tiempo no me cambia y soy siempre joven y feliz. Siento lo miserable de este lado que escogí, creyendo que la seguridad estaba por encima de las ganas de hacer una locura tras otra hasta el cansancio. Y no es que no haya cometido locuras, pecadillos veniales. Aquel hombre de enormes ojos verdes ¡dios mío! estaba ahí, inofensivo como un libro abandonado en un estante, no sé, como un cofre que ha olvidado la forma de la llave que lo abre, cosas que al descubrirse pueden crear extraños estallidos. Así estaba, tranquilo y esperando. Era una reunión de esas a las que va todo el mundo y los niños corren hasta por debajo de las mesas y todo es confuso y larguísimo. Fui a servirme un trago y él seguía ahí, mirándome como si me hubiese escogido para algo muy importante y esperara nada más el momento adecuado para comunicármelo con un aire de casualidad y suficiencia. Resolví mirarlo a ver si se decidía y me respondió con un gesto vago de la mano que sostenía un vaso tintineante. Cuando regresé a mi mesa lo escuché decirme “lo hace usted muy bien”. Me detuve a preguntarle con rabia qué era lo que hacía tan bien. Caminar, señora, caminar. Creo que lo odié minuciosamente por semejante ridiculez, pero no pude evitar sentir una especie de diminuto placer sabiendo que recorría con sus grandes ojos deseosos mi espalda que se alejaba.

Durante unos meses no supe de él hasta el día en que tocó el timbre y se anunció como el Doctor Santander. Me dio risa el nombre que no le cuadraba, pero no le vi ninguna gracia a tener delante de mí al mismo ser que había provocado una cantidad estimable de mis fantasías en las últimas semanas. Era una vergüenza, aunque sabía que nadie podía adivinar por qué. Le ofrecí café, fuimos los dos muy amables y, como la conversación parecía alargarse sin ningún propósito claro, me atreví a preguntarle, además de venir a saludar ¿hay alguna otra razón para esta inesperada visita? Sonrió lentamente. Y después de reducir el gesto a cierta seriedad pícara me dijo en voz casi baja “vine a ofrecerle mis servicios como amante”. Me levanté indignada, más por la cursilería y el mal gusto que por el atrevimiento. En dos pasos abrí la puerta y señalé hacia afuera con un gesto tan firme que no era posible que quedaran dudas. Sonrió lentamente, como quien repite un estribillo. Si hubiera tenido sombrero sin duda lo hubiera levantado en señal de saludo antes de irse sin pronunciar una palabra. A falta de sombrero inclinó un poco la cabeza y salió despacio. Al llegar a la reja de afuera volteó, ya no sonreía. Puedo prometerle toda la discreción del mundo, agregó. No respondí. Mañana a las siete voy a estar en el bar del Royal, si usted quisiera acompañarme o mandarme un mensaje… No respondí.

Al día siguiente hice todo lo que había dejado para después. Cociné, planché, podé todas las matas, fui a comprar medias y sostenes, mandé a lavar el carro supervisando personalmente cada detalle… hice todo lo que pudiera distraerme del hecho inevitable de que en algún momento iban a ser las siete y yo sentiría la urgencia de tomar una decisión. Me encontré a las seis y media bañándome y untándome perfume en el cuello y los senos, en cada lugar que presentía útil para aquella locura. A las siete tenía puesto mi mejor vestido y me acercaba caminando hacia el bar cuando lo oí decirme lo haces muy bien y me detuve sin darme vuelta y aún de espaldas le dicté una dirección. Aprendí muy temprano a no confiar en nadie a la hora de las indiscreciones, pero si las lecciones aprendidas no sirven para olvidarlas de vez en cuando, entonces no sirven para nada. Era el apartamento de una amiga. Por una de esas casualidades, justo en esa semana, ella se había empeñado en dejarme la llave porque iba a Caracas por un mes y quería que le diera una vuelta de tanto en tanto por si acaso. Hay que ver las vueltas que le di. Fueron seis días de urgencias, miedos, encuentros y asomos de arrepentimiento. Después de seis días de llegar a una hora precisa, dejar piezas de ropa en cada mueble y recogerlas después haciendo el camino inverso, quedaban en realidad muy pocas novedades y la única posibilidad que se nos abría era una especie de rutina dentro de lo clandestino. Él lo entendió con anticipación de veterano y desapareció el séptimo día. Sufrí como loca, es verdad, pero al mes estaba agradeciéndole su sabiduría para dejarme justo el instante antes de que comenzáramos a hacernos promesas inútiles.

También era casado. Tenía tres niñas y una vez hablamos de ellas y de su mujer como de algo que le hubiese sucedido a otro, en un país lejano. No puedo decir que fueron sesiones apasionadas donde me fueron revelados por primera vez placeres desconocidos. El encanto de todo era el secreto y la clandestinidad, el hecho de que nos unía una complicidad que implicaba que, en el fondo, cada uno podía romper el destino que nos habíamos trazado. Cuando uno llega a ese punto es porque lo que en realidad más desea es que todo se sepa y la estabilidad que nos sostenía se termine de derrumbar de una vez. Pero nadie descubrió el secreto y los dos continuamos siendo dos seres respetables.



Me imagino que llegó a casa después del bar. Tiró las llaves en una mesa y se recostó con los pies descalzos en la poltrona de cuero del estar. Le dio vueltas a todas estas cosas y se levantó cansada de recordar y de hacerse preguntas. Ordenó que prepararan la cena a eso de las siete. Se dio un baño con agua tibia y esperó echada en la cama la hora de vestirse para comer. ¿En qué pensaba mientras se dejaba llevar por la rutina de todas las tardes? ¿Intentó recordar? ¿intentó hacer un balance de su propia vida? ¿había sucumbido antes a la tentación de medir y pesar lo hecho? Por qué me empeño en encontrarle razones a las tristezas de los otros, ponerles un rostro y una fecha que justifique la necesidad de tomarse un trago. Por qué esta manía de trasfondos. Porque si no imaginara que ellos piensan no quedaría nada que contar. Cómo contar las vidas de quienes parecen vivir como autómatas a través de las mismas rutinas diarias. La rutina no tiene historia ni acción ni suspenso, es una fatigosa repetición de lo mismo. Por eso construimos la memoria y la ficción. Para apartar el follaje espeso de la costumbre con las dos manos, a riesgo de despellejarnos los dedos, hurgar hasta encontrar el tallo y escarbar hasta dejar al aire las raíces y después mirar con desconfianza el hueco en el que estuvo todo.


...

Capítulo VIII




Es como una rabia. No creo que consiga una palabra más justa. Todo este trajín y esta recogedera, horas y horas. Cajas van y cajas vienen. Uno debería regalar todo o quemar todas las cosas cuando se muda y empezar otra vez desde cero. Una fogata imnensa en medio de este patio que empieza a llenarse de monte hasta en las grietas más pequeñas de los ladrillos. Una fogata inmensa con esa cantidad de papeles, carpetas, revistas, libros, cuadros de santos y vírgenes. Hasta uno que otro viejo enclenque. Estoy seguro de que más de un ser respetable, de esos que andan por ahí de corbata y portafolios, ha tenido ganas alguna vez de prenderle fuego a un viejo. Yo, por ejemplo, lo hubiera hecho sin remordimientos con mi viejo. No me hubiera arrepentido nunca de quemarle esa expresión de sordo, esa cara de bruto que ponía cuando yo trataba de defenderme de su acoso. No había día en que no llegara a preguntarme vainas, a exigirme cumplir con responsabilidades que él inventaba para mí. Y después de pasar media hora haciéndome preguntas, lanzando acusaciones y apuntándome con el dedo, se callaba como si hiciera una pausa para oír mi respuesta. Pero bastaba que yo abriera la boca para que él volviera que si esto, que si lo otro, sin escuchar. Yo me aturdía, me desesperaba. Quería darle un solo puñetazo y callarlo de una vez, pero nunca me atreví. Lo que hice fue irme. Soñé con una fuga de esas espectaculares en las que es de noche y uno guarda apurado tres o cuatro camisas en una maleta para salir por la ventana a enfrentarse a la vida. Pero no fue así. No hubo maletas ni noche ni suspenso cinematográfico. Simplemente un día alguien me dijo que aquí estaban buscando un muchacho para encargarse de la limpieza, el jardín o cualquier cosa que se necesitara en la cocina. Salí de la casa de mi viejo con lo que cargaba puesto, levanté el dedo al borde de la carretera que viene al pueblo hasta que conseguí que alguien me trajera.

Es verdad que a veces me acuerdo de él como si esperara sentir un cariño, un apego por ese ser que odié hasta el límite. Me acuerdo de su cara, pero ya se me ha borrado de la memoria la firmeza de sus rasgos. Uno no puede odiar un recuerdo que apenas se sostiene. Se me acabó la rabia ya. Aunque sé que bastaría con que regresara y cruzara la puerta de la casa. Bastaría con que caminara por el pasillo y lo viera, para que todo volviera a su lugar: la sensación de que no hay conexión por ninguna parte y el asco. Tal vez en unos años lo entienda. ¿Será posible que yo me vuelva tan ciego, tan sordo, tan mudo como para entenderlo? Todo el mundo me dice que más adelante lo voy a entender. El cura Samuel me lo dijo después que le conté de todas mis rabias, porque pensé que eran pecado y quise confesarme. Él se sonrió sin alarmarse y me dijo, ya lo vas a entender más adelante, dale tiempo. Sé que el padre Samuel piensa que todo este impulso se me va a acabar, estas ganas de conocer, aprender, vivirlo todo en la menor cantidad de tiempo. Piensa que me voy a cansar como esos maratonistas que no saben administrar sus energías y las queman en los primeros kilómetros, para llegar de últimos, medio muertos o queriendo morirse antes de tener que encarar a los que oyeron las fanfarronadas anteriores a la señal de salida. Pero no es así y el tiempo va a demostrárselo. No voy a cansarme ni a rendirme. Sé que no tengo muchas credenciales a estas alturas de la vida, porque hace apenas unos años estaba jugando trompos y aprendiendo a montar bicicleta. Pero tal vez esa sea la mejor de las referencias: no hay nada en el pasado, todo me está esperando más adelante. No tengo nada de qué arrepentirme. Puedo mirar con asco a los viejos y sentir repugnancia por la manera en que dejaron que se les pasara la vida.

Como el día en que lo vi buscando entre las faldas las nalgas de aquella niña. Casi vomito del asco. Ella se había criado con nosotros como una hermana, pero él comenzó a mirarla distinto desde la tarde en que nos vio llegar del río, empapados. Ella cargaba un vestido amarillo que se pegó a su cuerpo como un papel mojado y dejaba ver sus senos duros de pezón casi negro. Él nos vio llegar, la miró un rato y se ve que sintió como un susto. Nos mandó a vestir a gritos. Después de eso empezó a perseguirla como quien responde a una orden que no puede resistir, como si no hubiera más espacio en el mundo para él que la sombra que ella dejaba en las paredes. Me di cuenta tarde, acostumbrado a ignorarlo todo el tiempo que me fuera posible. Me di cuenta porque se había olvidado de mí. Y el día que todo se reveló, decidí planear una venganza. Ella me ayudaría. Teníamos que pensar qué le dolería más. El viejo sacrificaba hasta el último real cuidando a sus gallos, entrenándolos, cruzándolos para lograr ejemplares de primera, vendiéndolos después por una buena cantidad. Eso era lo que más le importaba en la vida. Pero qué hacer con los gallos. Tal vez utilizar el mismo oficio para el que son criados y entrenados: pelear hasta morir. Tal vez bastaría con que los colocáramos a todos juntos en un lugar pequeño para que se descuartizaran unos a otros. Era cuestión de escoger el día, la hora, un momento en el que nadie pudiera salvarlos. Lo planeamos cuidadosamente, cuchicheando en los rincones para que no fuera posible culpar a nadie.

Los sábados el viejo salía a negociar sus mejores ejemplares. Hablaba maravillas de los gallos con los potenciales compradores que calculaban en silencio cuánto costaría en verdad cada uno. Si el negocio les parecía bueno se acercaban por la tarde hasta la casa para ver en persona al ponderado gallo. A las ocho de la mañana ya el viejo estaría saliendo para el pueblo. Nos movimos con rapidez, todo quedó dispuesto y salimos a hacer las compras para que no se nos pudiera acusar de haber estado ahí. La cara que el viejo puso al enfrentarse a aquel espectáculo de pescuezos rotos y ojos vaciados, de sangre y plumas, no pudimos verla. No escuchamos su grito desesperado ni sentimos la rabia infinita que lo obligó a sentarse en el suelo por horas entre los restos casi inmóviles. Nada fue igual desde ese día. Ella se fue una semana después con el primer muchacho que quiso llevársela. Yo terminé aquí, lidiando con otros viejos. La diferencia es que a estos no tengo que obedecerlos y que soy más fuerte que ellos. No les tengo miedo. Aunque se empeñen en contarme historias larguísimas de sus vidas claramente inútiles y me asuste pensar que algún día pueda estar yo también así, agarrado desesperadamente al codo de un muchacho indiferente mientras le cuento la vida que perdí.

Ellos están esperando. Ya no tienen nada más que hacer. Se sientan y miran una grieta en el piso y si hay alguien que escuche construyen por milésima vez un recuerdo. Si uno los ha escuchado lo suficiente, es posible notar las diferentes versiones que pueden contar de una misma historia. A veces eligen un tono triste, otras veces un final alegre. Cuando nadie los oye simplemente se dejan acompañar por esa imagen que de tanto retocar y pulir en el recuerdo se ha vuelto otra cosa muy distinta de lo que fue. Muy raras veces confiesan una culpa. En medio de esta soledad donde no caben los afectos, sienten que están pagando por aquel error y que es preciso recibir un escarmiento definitivo, doloroso pero rápido, que los libere de esa enorme culpa que torció su destino y les permita, una vez expiado el pecado, volver con los seres que amaron. Es la esperanza que les sostiene el alma… y hay quien ha sabido aprovecharla.

Yo no necesito castigos. No tengo culpas. Lo que necesito es una puerta abierta, un muro que pueda saltar en la noche, un camión lleno de cajas que me lleve a otra parte, cada vez más lejos. Lugares en los que voy a encontrar a otras mujeres como María esperándome en la oscuridad con un leve perfume a hojas. Donde, con el favor de Dios, no habrá viejos. Donde tal vez consiga a otra mujer como Adela, que me regale camisas casi nuevas, cajas de cigarros, zapatos y uno que otro billete sólo por ser discreto, tocar con una seña precisa la reja de la ventana y esperar que su mano helada me arranque de la noche para entrar al cuarto por un pasillo oscuro. Ella sí me habla. Me habla en un susurro constante que yo casi nunca entiendo pero que me gusta escuchar porque me excita su aliento caliente en la oreja. Al principio me asustó su modo brusco de garrar mis manos y ponerlas en los sitios de su cuerpo que quería sentir vivos. Todo con ella es desesperado, ansioso, crispado. En quince minutos ya estoy tendido, medio vestido todavía, con ella alrededor recogiendo sábanas y calzoncillos en un apuro que nunca se detiene. Me entrega un regalo, cualquier cosa, y me empuja de regreso a la noche con las mismas manos otra vez heladas.

No es que yo sea alguien que busque a las mujeres. Es simplemente que cuando ellas me buscan yo estoy ahí, ocupando un lugar al que nadie aspira, conveniente hasta en la manera de no necesitar promesas de silencio, porque ¿quién me creería si yo hablara? Tengo el presentimiento de que toda la vida será igual. Estaré tomándome una cerveza en cualquier lado y, sin saber de dónde, saldrá una mujer que va a deslizar un papel doblado en el bolsillo de mi pantalón, murmurará una hora o dirá un nombre y durante un tiempo me llevará y traerá de la calle a la cama hasta el día en que yo me vaya a otro pueblo, a otra ciudad, buscando calles más anchas, otra gente. O hasta que la contraseña ensayada en la ventana deje de producir efectos. Será fácil vivir si cada una de ellas me da un regalo, si les da por pagarme de algún modo para sentirse menos humilladas. Habrá tantas que ninguna en particular me hará falta.

Me voy y es como si me las llevara conmigo en una caja. Hace semanas que no veo a Adela, pero María me esperaba esta noche y sé que me dedicará alguna lágrima. No importa. Ella también va a olvidarse de mí con cualquier otro Juan. Lo que me espera será siempre mejor que esto. Lo importante es no detenerse, no pensar que cualquiera de esas tristes miradas de viejos que se despiden puede ser mañana la mía. Sobre todo no pensar jamás en la muerte.



¿Se puede creer en algo concreto a los diecisiete años? Tal vez ese muchacho sea un poco mayor, tal vez tenga unos veinte años. No es que haya una diferencia importante, pero sí una sutil. Ha pasado tanto tiempo desde que yo tenía esa edad que me resulta imposible recordar cómo era, qué pensaba, o siquiera si pensaba en algo. De todas maneras, si lo recordara estoy seguro de que me daría tanta vergüenza que no podría recrearlo en un papel. Ya no seré nunca un niño de diecisiete o veinte años. Perdí hace tanto ese tonto paraíso de la juventud. Y no quiero hacer demasiados esfuerzos por inventarle una historia adecuada a ese muchacho más bien flaco que se dobla bajo el peso de los muebles que acarrea hasta la acera y vigila atento hasta que se pierden dentro del camión. Nunca voy a saber si fui justo, si me quedé atrapado en un juicio chato, si le di demasiado vuelo. Y además a quién le importa.


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Capítulo VII





Este empeño en sentir tristeza me lo he adherido a la piel por el horror que me da no sentir ya odio ni rabia ni dolor. Creo que, aunque todo tal vez se arrastre desde siempre, esto empezó a parecer tangible hace unos seis meses, cuando el padre José insistió en confesarse. Era tarde, pero no de noche todavía, la capilla flotaba en esa tenue claridad en la que me gusta quedarme con las luces apagadas hasta que ya no puedo ver nada más. El padre José se había sentado unos bancos detrás de mí y permanecía en silencio esperando un movimiento que le permitiera acercarse. Me molestó descubrirlo. Le pregunté si me necesitaba para algo y murmuró que sólo quería hablar. Tal vez en confesión, agregó. Se acercó hasta el banco en que yo estaba y se sentó a mi lado. Tanteó la manera de no ir directo al grano, hablando de deberes, responsabilidades, palabras que manoseaba sin convicción. Yo sólo escuchaba el sonido de su voz mirando hacia el altar y asintiendo con la cabeza. Esperaba el momento en que su tono indicara que debía responderle con algún monosílabo adecuado mientras el rodeo terminara. De pronto la voz se detuvo. Después de una larga pausa lanzó una pregunta que parecía haber sido ensayada. Padre, me dijo, ¿usted no se preocupa por esos gritos que se oyen en la noche?

Muchas veces esa pregunta estuvo agazapada en las conversaciones entre los sacerdotes o cuando se intercambiaban frases con los viejos, pero parecía más cómodo vivir sin pronunciarla. Porque el paso siguiente tendría que ser dedicarse a indagar la verdad y eso podía llevarnos demasiado lejos. Sí, claro, le dije, tal como él esperaba escuchar. ¿Usted me permite que yo le diga lo que he podido averiguar? me dijo, después de un silencio de dedos retorcidos. Dígame, le dije.

Comenzó explicando cómo había decidido investigar el asunto. El padre José apenas llevaba un año en el convento y desde el principio se había encargado de los ancianos. Cuidaba de que no les faltara nada. Inventaba actividades para entretener a los ancianos de su ocio interminable. Desde los primeros días notó un ambiente raro, como de conspiración o de secreto que se guarda haciendo gestos imperceptibles, pero que cargan el aire de una especie de olor. No se alarmó, atribuyéndolo a la duda natural que causa la llegada de un extraño. Al mes de haber llegado escuchó los gritos y pensó que era la primera vez en la vida que partían en dos la noche. Se levantó asustado y como pudo salió al pasillo esperando encontrar a todo el mundo despierto, preguntando qué pasaba. Pero el pasillo estaba vacío y silencioso. En los cuartos en los que se asomó los viejos dormían o fingían dormir.

Tuve por un segundo ganas de prender las luces, dijo. Quise gritar, despertar a todos para que me explicaran qué pasaba, por qué nadie se levantaba confundido, ¡quién me atormentaba con esos gritos! El padre José se quedó un rato en silencio. Jugaba con un rosario. No podía ver el gesto de su cara, pero estaba seguro de que lo construía para mí. Por un momento pareció arrepentirse y murmuró que tal vez no fuese necesario que yo conociera la historia. Era un golpe de suspenso en el que esperaba que cayera. Yo me pregunté qué versión de la historia de los gritos le había tocado al curita joven, cuál de tántas. En realidad, dijo, es un asunto tan complejo que no he podido todavía llegar al fondo. Continúe por favor, le dije, ya que empezó… Después de ese día en el que oí por lo menos dos veces más los gritos, sin lograr ubicar de dónde venían, dijo, me puse a investigar. No podía aceptar que todo el mundo viviera como si no los escuchara. Hasta la gente de las casas vecinas debía oírlos y ¿nadie preguntaba nada? Me propuse ganar la confianza de los ancianos, contarles algunas cosas y escuchar con interés lo que ellos dijeran, abrir un espacio para las confidencias, ¿me entiende?, preguntó como si necesitara constatar que le estaba escuchando.

Pobre, pensé, se ve que este muchacho no ha tratado antes con viejos. Los viejos no desnudan el alma, no revelan secretos. Se han pasado toda la vida escondiéndolos, suavizando las memorias ásperas, disfrazando los remordimientos. Ya es casi imposible que sepan abrir apenas una de todas las puertas que se han esforzado en cerrar. ¿Por qué iban a revelarle un secreto a un perfecto extraño? Siga, padre, lo escucho. He estado durante meses haciendo preguntas como sin querer, dijo. Casi siempre he recibido como respuesta un silencio y a continuación, si tengo suerte, una frase cualquiera sobre otra cosa que no tiene nada que ver. Como si se negaran a escuchar hablar de los gritos tanto como se niegan a escuchar los gritos mismos. Con el tiempo uno que otro me fue respondiendo vaguedades, frases sueltas que me fueron llevando a Paredes. Usted sabe, padre, el viejo Asunción Paredes, el que se sienta en una esquina del salón de lectura todos los días, con un libro sobre las piernas, y se dedica a mirar por la ventana hacia allá, como si esperara ver aparecer algo que nunca llega. Habla poco, nadie lo visita, nunca ha pedido permiso para salir. No me parece una persona sospechosa, para serle franco, así que pensé que se habían puesto todos de acuerdo para burlarse de mí y darme una pista falsa.

El padre José siguió contándome con todos los rodeos posibles el tortuoso recorrido de sus indagaciones. Ya no podía ver ni el brillo de la cruz detrás del altar. Me levanté a encender una luz mientras el padre continuaba su historia. Esperaba una revelación contundente al final de tanta intriga. Algo que me asombrara, al menos una idea que no conociera ya. Pero era, en efecto, una pista falsa, una historia enrevesada en la que el pobre viejo Paredes aparecía como el torturador de otros viejos. Lo acusaban de dedicarse a sacarle confesiones de pecados antiguos a los más ancianos y de castigarlos luego con látigos en noches de penitencia. Ésas eran las noches en las que se oían los gritos. Pero no había más que rumores, sospechas infundadas, datos sin posibilidades de verificación. En resumen, el padre José sólo quería poner todo aquello en mis manos para que yo lo resolviera. Mostré una gran preocupación, hice las promesas que era preciso y un rato después me olvidé de los anuncios de tragedia que el padre José formuló con tanto dramatismo.

Ya va a ser hora de que llegue el profesor Salgar a pasear conmigo sus silencios por última vez entre los ladrillos rotos del patio. Él también debe haber tenido tantas veces ganas de preguntarme por los gritos. Pero es un hombre que aprendió a no ser imprudente y su intuición le ha advertido que no habrá más respuesta que una incómoda pausa en la conversación. No sabremos después cómo auyentar la duda ni cómo reanudar una conversación menos escabrosa. No es eso lo que va a querer que pase en nuestra última caminata por el patio enladrillado. El profesor va a venir tratando de disimular el aire de despedida que acosa esta tarde. Le horroriza el ridículo y no hay cosa más cercana a lo cursi que dos viejos tratando de despedirse para siempre. Toda despedida es incómoda y ninguna palabra, ningún gesto parece el correcto. Uno quiere preguntar ¿qué va a hacer ahora con sus tardes, profesor?

Pero es una pregunta inútil, porque la respuesta ya no importa. Además él no va a saber en realidad qué decir, soltará lo primero que le venga a la mente, hará un gesto vago con los hombros y los dos sabremos que nada es verdad. Los espacios que quedan bruscamente vacíos buscan la manera de llenarse sin que nuestra voluntad intervenga. El cuerpo mismo se enfila hacia otras calles, encuentra otros espacios, hasta que vuelve a establecer una rutina como quien arma un nuevo rompecabezas, juntando azules con azules, verdes con verdes… es más bien simple. El profesor Salgar, aunque no lo sabe todavía, ya está dejando de necesitarme para llenar estas horas de la tarde. Hoy va a ser más bien un resto incómodo de algo que ya se da por ido. Pero es también un día en el que yo sería capaz de dar una respuesta a la pregunta más imprudente. Es día de despojos y hay verdades que no se van a ir embaladas en cajas. Sin embargo, no voy a hacer ningún esfuerzo, no construiré caminos para las preguntas. Todo puede quedarse tal como está y los asombrados serán menos.




Necesito un acontecimiento. Tengo tantos años viviendo en este pueblo, en el que el calor detiene todo impulso y todo crecimiento, que me he acostumbrado a que no pase nada. Pero eso se le permite a la vida, no a la literatura. Un acontecimiento como que alguien se muera y en el lecho de muerte revele un secreto que desencadene acusaciones y castigos, dedos apuntando hacia una cara asustada. O que alguien grite un nombre que no debe en el momento menos esperado. Que abriendo y cerrando puertas se descubra algún instrumento de tortura, un látigo. Pero la truculencia me fastidia. Una vez que despliego las posibilidades y pienso que puede pasar esto o aquello, se me quitan las ganas de echar el cuento. Sería perfecto que los textos que se dedican únicamente a contar hechos nos dieran nada más un enunciado simple: se trata de un hombre que viajó a un país remoto y desató una guerra para rescatar a su mujer cautiva, por ejemplo. Y uno se dedicaría a imaginar el resto con todos los detalles de la historia construidos a conveniencia del lector. Pero sería una ingenuidad pensar que cualquiera puede imaginar una historia a partir de un argumento escueto. Justamente porque la mayoría no puede es que ven televisión, van al cine y, muy rara vez, leen un libro. Así que no me sirve un enunciado. Necesito un acontecimiento con lujo de detalles. Aunque sea casi al final y los que se aburren fácilmente ya hayan desistido de seguir mis pistas falsas e inútiles. Aunque nadie merezca la recompensa de conocer un secreto que no se haya atrevido a descubrir por sí mismo. Lo dejaré para cuando le toque volver a hablar al cura, a eso de las ocho de la noche. Una hora en la que he tomado siempre decisiones tajantes.


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Capítulo VI




La tarde ofrece cierto alivio, porque las nubes han entrado en tropel a encapotar el cielo y ese viento fresco anula los calores habituales de las tres. La pequeña ciudad se agita un poco, como siempre que hace fresco y hay quien decide no dormir la siesta y aprovechar el buen tiempo para pagar aquella cuenta en el banco, comprar el hilo azul que hace falta desde hace días y tal vez unos botones, cumplir con esa visita que se ha postpuesto por semanas. Nadie sabe que otros han tomado decisiones parecidas y las calles se pueblan de un lento murmullo que más que una coincidencia parece la ejecución puntual de un plan largamente estudiado. Es la misma coincidencia que se cumple en encuentros que nadie ha podido prever pero parecen planeados.

Cómo explicar qué deseo estuvo detrás del impulso que depositó a Adela en la puerta del bar donde sabe que van a beber mujeres solas sin que el asombro llegue a ser escándalo. Dónde encontrar la razón por la que en el mismo instante Olga miró hacia la puerta que se abría y la vio entrar en la dócil obscuridad en la que los cuerpos se acomodaban sin tropiezos. Adela encontró una mesa pequeña y se hundió en la silla intentando distraer el temblor de las manos. Nunca había estado sola en un bar. No sabía cuál era el gesto adecuado, la manera usual de pedir un trago ni qué pedir. El vino no le parecía una bebida común en este ámbito y quería más que nada pasar inadvertida, evitar cualquier cosa que llamara la atención. Olga la observaba comprendiendo cómo se sentía Adela, porque ella también entró hace tiempo por primera vez sola en un bar. Qué rápido se vuelven rutina los gestos que una vez nos parecieron atrevidos. No pasaban tres tardes sin que Olga se acercara al bar, a esas horas en las que casi nadie tiene ánimo todavía de manosear una copa, pasadas las tres, siempre antes de las siete. Era el momento del día que le gustaba para todo lo que consideraba privado.

Dudaba si acercarse a la mujer de Narváez Fonseca o hacerse la que no había visto nada. Adela era una mujer dada a las largas conversaciones y una que otra vez había ido a la biblioteca del ancianato y se había instalado como de visita. En realidad no la conocía más allá de saber cómo se llamaba, dónde vivía y qué hacía su marido, que es lo menos que se puede saber de una mujer en este pueblo donde enterarse de los detalles de las vidas ajenas es el pasatiempo popular. Si Adela seguía observando con tanta insistencia el bar terminaría descubriendo a Olga en la esquina de la barra. No tenía por qué ser una mala idea conversar con ella, como otras veces en la biblioteca.

Olga no era una figura amenazante, estaba ahí familiarmente sentada en la barra marcando el compás con una pierna y tal vez preguntándose si valía la pena venir a sentarse con Adela en esta mesita donde ya el primer vaso de ginebra con jugo de naranja y mucho hielo estaba vacío. Tomó tantas precauciones para hacer esto, algo que todos en aquella penumbra parecían tomar con naturalidad. El mesonero no mostró ni una pizca de asombro, el barman no la miró más de un segundo, las tres personas que tomaban dispersas y solas ni se habían volteado a verla. Solamente Olga, porque seguramente había sentido alguna vez ese miedo y ese placer de aventura. ¿Por qué lo había hecho?

Desde temprano tenía el ánimo revuelto, sentía esas ganas que le daban a veces de correr y correr a cualquier otra parte. Esa asfixia: el presentimiento punzante de que se había equivocado en cada decisión que tomó, en cada compromiso aceptado sin resistencia. No había tiempo ya para el retroceso, era mejor no pensar. Porque, qué hacer después con todos los propósitos de enmienda cuando una casualidad cualquiera atravesara un obstáculo y ya no fuera posible creer rigurosamente en que somos capaces de encontrar la salida. Olga había metido una vez su ropa en la maleta y sus libros en una caja y se había ido sin explicaciones. Quería seguir haciéndolo hasta el fin, aunque el miedo a la soledad y a la vejez que se acerca sin pausa la paralizara ciertas noches sin sueño.

Adela no podría meter todo lo que tiene en una maleta y una caja. Por eso no se va a ninguna parte. Pero tiene otra manera de no estar en los lugares que le hicieron daño, lejos de los seres que la atormentaron: olvida. Puede borrar a voluntad cualquier cosa de su memoria y esta amnesia bien administrada le permite iniciar cada día como si el mundo comenzara a existir en ese instante. Todo va muy bien hasta que llega un momento imposible de controlar como éste de hoy. Entonces hay que inventar un pequeño susto para distraer un inmenso terror. Es mejor no hablar. Ella debe haber venido aquí porque quería estar sola, sentada en la barra balanceando una pierna; hundida en la silla frente a la mesita de la esquina. Cada una en su mundo cerrado, presintiendo la cercanía de la otra y alejándose deliberadamente porque saben que no hay encuentro posible.


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Capítulo V




Sería bueno poder decir dentro de un tiempo lo que dice ese hombre de la propaganda: yo le he dedicado diez años de mi vida a la obra sobre la cual estoy sentado ahora. ¿Qiuén no quisiera tener una obra contundente sobre la cual sentarse? Algo tangible que se le pudiera mostrar a todo el mundo: aquí está. Lo único que se quiere a los diecisiete años es hacer. Tener una claridad en el horizonte hacia la cual apuntar el dedo. Pero yo no la veo por ninguna parte. Solamente ese sol terco que amanece siempre por el mismo lado, destrozando la oscuridad cómoda de mi cuarto para dibujar en la pared otro día, cada vez más cuadrado y más ventana con rejas. Claridad que ignora metáforas. Es hora de alzarse, un alzamiento minúsculo que consiste en despojar el cuerpo de sábanas y trasladarlo con sus tibiezas y flojeras al baño, a que el agua le dé un empujón para que parezca que despierta. Mamá debe estar afuera esperándome para desayunar mirando los almendrones y más allá la cruz del convento. Mamita, qué triste esa cara que pones en las mañanas, como de no tener más vida que vivir, ¿dónde escondiste tus ganas? ¿qué no haría yo si tuviera un marido que me dejara libre durante días y días? Seguro que no me iba a quedar mirando los almendrones del patio, tomando lentamente el café, regando las matas por horas.

Alguna vez habré jurado que nunca sería como tú: un ser que vive para esperar a otro. He querido mi vida para mí pero eso también es palabra hueca. Después de cinco años en un internado de monjas, esperar el día de salir para siempre y llegar a esto. La flojera de levantarme por las mañanas, leer hasta el cansancio un folleto en el que en cinco líneas se explica para qué sirve cada una de las profesiones que se pueden estudiar en las universidades nacionales y al final seguir sin saber qué es lo que quiero. Adoro la idea de la universidad, pero como colgada del aire. Quiero estar allá, en la Universidad Central, no importa lo que estudie. Caminar por esos pasillos que veo en las fotos, tocar con mis manos el Pastor de Nubes. Pero hay que decidirse y después esperar, contando con angustia los días que faltan para el examen de admisión y después volver a esperar el listado de los que fueron elegidos. Si el azar me bendice estaré algún día haciendo maletas para irme a Caracas y no volver nunca más.

¿Qué me voy a poner para las charlas de hoy? Odio tener que escoger una ropa, tranquilamente usaría un mismo uniforme para todos los días y todas las horas. Elegir es un verdadero fastidio. Tengo que bajar a la Universidad, la local, la escuelita provinciana en la que da clases Salgar Calero. Es la semana en que dan charlas sobre las carreras que se pueden estudiar aquí. Voy más bien para saber qué es lo que no debo elegir. Quiero irme a Caracas, donde nada me recuerde que fui una niña. Estoy harta de ser la nena de mami, la hija de Narváez Fonseca, la que es igualita a su mamá y menos mal que no se parece a su papá y ¿cuántos años tienes ya mijita?, estoy harta.

Solamente Juan me ha tratado como a una mujer, como si no supiera que soy yo esa que toca con sus manos urgentes. Y Juan se va mañana ¡cómo es posible! Se va con el último camión que salga antes de que llegue la primera máquina. Tengo que contárselo a alguien, aunque me muero de terror por lo que la gente piense, pero más me desespera perder algo que me sostenía y sin que nadie más lo sepa. Pero ¿a quién se lo puedo contar? Juan, como el otro Juan. ¿Se van a llamar Juan todos los hombres que me amen? ¿Habrá otro que me busque en la noche con esa misma desesperación de músculos tensos? Otro que me adivine los deseos sin verme ni oírme, con sólo sentir cómo mi cuerpo se ondula y palpita. No me importaría el resto de las dudas si pudiera estar segura de que hay en mi futuro una boca como ésa que me devore, un cuerpo rígido como ése que me traspase y me eleve. Pero no hay garantías, nadie puede asegurarme semejante cosa y además yo no tendría valor para buscar la respuesta, si existiera alguien que la tuviera.

No es verdad que no me importarían las demás dudas. Me aterra cada vez que un viejo me pasa por delante sobándose lentamente la cabeza, alizándose con parsimonia la camisa arrugada, embojotando la bolsa de papel que amasa como si sostuviera lo único que importa en el mundo. Esos seres me inquietan como un presagio. Cuento los años y me pregunto qué tipo de vieja seré. Me miro en el espejo y busco el lugar en el que van a instalarse las arrugas, desfallecer las carnes, aparecer las manchas y los bultos. Le ordeno a mis ojos que no dejen de tener esa fuerza, que nunca se vuelvan grises. No es solamente ponerme vieja lo que me asusta, sino ser una vieja triste, arrepentida de lo que no hice, añorando lo que estuve a punto de tener y perdí. No quiero sentarme un día en la cama de todos los días y llegar aturdida a la conclusión de que nunca se sabe cuándo se comienza a ser mediocre, porque ya se siente el huésped asqueroso instalado en el alma. Ya puso hasta un buzón al borde de la acera y una alfombra marrón que dice en letras rojas: ésta es su casa.

En la universidad me encuentro con Ana. Me cuenta que Salgar Calero anda como triste. Debe ser por lo del convento. Dicen que tenía ganas de sacar a la calle una manifestación ¡qué cómico! Quién si no Salgar puede imaginarse a un grupo de muchachos marchando para defender un ancianato. Estos locos que se pierden en los burdeles de la carretera vieja cada vez que tienen plata, que reparten el tiempo que resta entre el mínimo indispensable para estudiar y la cerveza bien fría, conversando sobre carros, viajes y mujeres. ¿A quién se le puede ocurrir que podrían defender a una cuerda de curas y viejos? Solamente al profesor Salgar. Pero nada más que por un momento. Las ideas redentoras no parecen durarle mucho a Salgar Calero. Es un hombre interesante de todas maneras. Vive solo, no se le conocen mujeres aunque debe tener su movida por ahí, igual que mi papá, que tiene sus movidas aunque tiene también a su mujer. Pero en lo demás no es igual. Se ve que es tan profundo, insinuante, inteligente. Tiene una manera de hablar que es una delicia, mueve las manos en un gesto de énfasis apasionante. Todas le perdonamos la forma de mirar, un poco cínica y hasta la barriguita que le está saliendo. Pero él parece no darse cuenta de la admiración que lo rodea, de cómo lo miran las estudiantes cuando pasa, ésas que darían la vida porque un hombre maduro como él fuera el destinado para hacerles entrar en el mundo de la pasión y la lujuria. Tal vez ellas sí irían al convento a gritar consignas por los curas, pero sólo para ver a Salgar en mangas de camisa y con zapatos deportivos, al aire libre bajo este sol que le quita a cualquiera toda solemnidad.

No hay nada más qué hacer aquí. Las charlas son un fastidio y no hay una sola carrera que me entusiasme. Tengo tiempo de ir con Ana a dar una vuelta y comernos un helado en la Quinta, porque el calor ya se adueñó de todo y son apenas las once y media. ¡Ahí está! Es el mismo tipo que estuvo mirándome durante horas en la fiesta del sábado. Tiene unos ojos que matan, pero estoy segura de que no tiene mucha experiencia en asuntos de cama. Éste es el pueblo con el mayor porcentaje posible de jóvenes inexpertos. Los niños de las urbanizaciones elegantes parecen tenerle miedo al coco. Los otros no, por supuesto, se habitúan al sexo con la naturalidad de lo cotidiano. ¿Cómo se llama ese muchacho? Juan Alberto. Dios mío, ése es para mí, ¡se llama Juan! Va a ser fácil saber dónde vive: lo complicado será el resto.

Tal vez pueda pedirle a la señorita Olga que me dé unas clases. Puedo estar calumniándola, y no es justo, pero hay gente por ahí que cuenta que la señorita Olga tiene un pasatiempo que maneja con alta discreción: seducir jovencitos sospechosos de inocencia. La verdad es que cara de santa no tiene y a mí me consta que de vez en cuando se bebe sus traguitos en el bar. Sin embargo, nunca se me hubiera ocurrido imaginarla parada en una esquina del Liceo, o del Colegio de curas que está en la Tercera, escogiendo a su víctima -dulcísima víctima- con frialdad de cazador. ¿Cómo hará? Lo seguirá por calles y plazas hasta saber dónde vive, cuánto tarda almorzando, a qué cancha va a jugar con los amigos a las cinco, con qué pandilla se pierde en el bullicio de las siete. Hasta que llega el día en el que ha medido cada riesgo y se le presenta con amable gesto y su mejor escote a pedirle un cigarro, porque ya habrá descubierto que fuma escondido de los mayores. Él la mira asombrado sin saber quién es. Le parece agradable a pesar de la edad y le ofrece un cigarro arrugado que saca del fondo del bolsillo del pantalón. Ella finge buscar fósforos que no encuentra, mientras él sigue petrificado sin saber qué hacer delante de una mujer de verdad con escote. Al fin se da cuenta y saca apurado la caja de fósforos y después del tercer intento logra que ella encienda por fin el cigarrillo y despida una bocanada de humo en su cara para decirle adiós, lindo. No, así no. Ella simplemente le sonríe y se va. Despacio. Consciente de que él está mirando sus nalgas. Tal vez voltée una vez, un poco al descuido. Entonces él se arma de valor y le pregunta de lejos cómo se llama. Olga se detiene para mirarlo de arriba a abajo. Le hace una seña para que se acerque. ¿Lo llamará o solamente le gritará la respuesta con una sonrisa?

Él se graba en el alma ese nombre, obviamente falso, con el que va a identificarla para siempre. Así jugará ella con él por unos días. Yo también puedo perseguir a este Juan hasta encontrar la hora precisa para acercarme, aunque estoy empezando a creer que es él el que ha hecho ya eso conmigo. Me lo he encontrado en todas partes últimamente, aunque fue en la fiesta del sábado que comencé a darme cuenta. Y ahora está aquí enfrente, mirándome mientras me como un helado. Si me ha estado siguiendo es porque en algún momento se va a acercar, proponer algo, darme una pista. Si es que el miedo no lo paraliza, porque si se trata de esos que se conforman con mirar de lejos, la cosa empieza mal. Tal vez sea cuestión de mirarlo fijamente y no dejarlo salir sin hablarle. Ahí está. Ahí viene. Paga en la caja mirándome. Se acerca a la mesa y saluda a Ana. La mira un segundo y después vuelve a verme. Ustedes ya se conocen ¿no? él es Juan, ella es María, dice Ana divertidísima con el flechazo. Dos o tres frases tontas y me pregunta dónde vivo. Pelos y señales y número de teléfono. Habrá tiempo de sobra para vernos. ¿Qué hará Olga después del primer encuentro? ¿No sentirá como un arrepentimiento, ganas de no saber cómo es de verdad ese niño que se deja llevar aterrorizado? ¿Susto de descubrir a qué huele?

Regresamos a la casa. Ana está empeñada en conocer a Juan, al del convento, porque le conté toda la historia esta mañana. Dice que pasemos un rato por el ancianato a ver si en medio del trajín de la mudanza aparece. Lo vemos. Y es como si ya se hubiera ido. Ése no es más que un ser que mueve las piernas al compás de las cajas que acarrea. Mi Juan es el de la noche, el que salta el muro apagando los ruidos y va tanteando a ciegas la pared hasta que encuentra la puerta medio abierta y se sumerge en el pasillo donde mi olor ya puede presentirse. Vámonos, ¡no quiero seguir viéndolo! Ana cree que me duele ver a Juan porque se va. Lo que pasa es que me hiere ese rostro definido por la luz con excesiva crudeza. No quiero esa nitidez en los gestos del que me encuentra todas las noches. Ésta noche es la última ¡Dios mío!

Ana se despide porque no quiere almorzar fuera de casa. Papá ha regresado de Caracas con noticias de un nuevo contrato que a mi mamá le encanta escuchar. La comida es números y fechas, cifras en dólares, planes para gastar. Me salva la siesta. La muchacha que limpia llega susurrante a darme un papel: Juan no viene esta noche porque se va hoy. Es horrible este miedo ¿con qué voy a llenar el abandono? ¿De qué sirve el patio si no hay quien camine escondido en sus sombras? ¿para qué la noche si no hay gritos poblándola? Los gritos que venían del ancianato, quién sabe si se oigan hoy por última vez. Creo que nadie sabe de dónde vienen ni qué los produce. Alguien me comentó una vez que eran los mismos viejos que se caían a golpes entre ellos porque tanto tiempo juntos y encerrados acumulaba odios retorcidos. Otra vez me dijeron que era un cura que los golpeaba, pero nadie sabía cuál ni por qué. Del padre Samuel no se podía sospechar, es un cura amable y atento, aunque un poco distante, me parece. Habla con la gente como desde otro lado, como si estuviera siempre dentro del confesionario, oculto entre las romanillas. No es el tipo de gente en la que yo confiaría de entrada, sino más bien alguien para conocer lentamente, hurgando recovecos. En todo caso, esos gritos no le hacían daño a nadie, más allá de levantarle los pelos de terror a algún cobarde insomne. Tal vez lo que más cuesta admitir es que a nadie le importa por qué grita un viejo en el medio de la noche.




Puedo aceptar sin remordimientos que estoy cargando y abrumando la vida con una dignidad que no posee. Aunque la palabra no es dignidad… tal vez intensidad sea la palabra. María Narváez Fonseca puede puede no ser la muchacha que se aterra ante el vacío que deja el amante que se va. Tal vez no tenga las más mínimas ganas de repetir la tediosa hazaña universitaria. No es más que una joven de pelo largo, ondulado y brillante, que veo de espaldas en la esquina esperando a una amiga, apartándose el pelo para ponerse unos lentes de sol muy negros. Me fastidiaría imaginarla solamente caminando de un lado a otro, intercambiando frases sin propósito con amigas y parientes, guardando su virtud como su madre esperaría. Prefiero ese juego nocturno de cuerpos que se encuentran, el miedo a que el tiempo le niegue los sueños, la necesidad urgente de vivir. María apenas me mira cuando paso cerca de su casa en mi paseo diario. Su forma de voltear hacia otro lado cuando amenazo con entrar en su campo visual es lo que me ha obligado a espiarla. La sigo de lejos cuando sale y la acompaño hasta que se me pierde y me queda solamente la idea de que algo de ella se me va delineando en la imaginación. Y no hago nada para que un gesto pese más que otro. Ella sola se me va mostrando. Es como si yo no pudiera más que imaginar la figura de espaldas y después esa imagen anulara mi voluntad para enseñarme, a su manera y con su propio ritmo, un cuerpo que se voltea lento y me deja ver sinuosidades y perfiles hasta que llega el momento de mostrarse por entero. Si es que ese instante llega. Porque puede suceder que el giro no sea completo y yo me quede a mitad de camino esperando, sin llegar jamás a ver ese lado oscuro que se me niega.


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Capítulo IV




Abrir los ojos en una mañana como ésta, aun antes de que la alarma del despertador me atormente, es casi una tragedia. Tengo quince minutos más que ocupar hasta que sea hora de vestirme. Hubo un tiempo en el que levantarme de la cama era un paso para el triunfo. Creía firmemente que uno debía aprovechar al máximo la vida, esforzarse por estirar el tiempo para que en él tuviera cabida la mayor cantidad de hechos. Desayunar mientras se calienta el carro, un par de galletas de soda y un vaso de leche descremada; correr hasta el trabajo que quedaba a una hora de mi casa; un solo trajín desde que llegaba atendiendo a cientos de personas, ordenando ficheros, colocando libros en inmensas estanterías y peleando con la insoportable solterona que se regodeaba en la idea de ser jefa. Al final, tánto odiar a esa mujer para convertirme apenas en tres años en lo que yo, en esa época, hubiera llamado también «una solterona»: mujer que no encontró al hombre adecuado y ya se le pasó su hora. Pero no es verdad. Lo encontré. Tal vez debería decir los encontré. Todos los hombres que podían ser adecuados pasaron por un pedazo de mi vida, pero siempre hubo una razón para que no me entregara. La mayoría de las razones pasaban por el silencio que se hacía en el preciso momento en que hubiera sido necesario tener algo contundente que decir. No sé si tenga sentido tratar de explicarme esto una vez más, entender por qué llegaba el instante del desencuentro. Es que el otro es un ser que necesita cuidarse, huir de nosotros cuando lo acosamos y siempre hay una hora en que algo casi siniestro nos empuja a cazar una contradicción.

Soñé, como seguramente han soñado todos alguna vez, que debía existir alguien con quien fuese posible un contacto sin límites y sin retrocesos. Lo único que había que hacer era encontrar ese ser predestinado para complementarme. Y lo busqué creo que hasta el exceso, aunque sólo me haya tomado cinco años. Fue suficiente para descubrir el error y el hueco hondo que quedaba detrás de todo intento. Creía que en la Universidad iba a encontrar todos los tipos de hombre con los que podía encontrarme sobre la tierra y fui enamorándome de cada uno, descartándolos después de un tiempo variable que podía ser desde un día hasta un año: tiempo máximo que soporté de citas a horas precisas, discusiones por lo que había que hacer o dejar de hacer, caras de alegría al momento de encontrarse. ¿Por qué tenía yo que resignarme a vivir con un ser incapaz por completo de ponerse en mi lugar?

Todo estuvo mal desde el principio, es por eso que nada resultó. Ahora miro desde la acera cuando las parejas pasan en sus carros nuevos dirigiéndose hacia sus cómodas casas donde hay un sofá y dos poltronas, una mesita en el centro, lámparas cuidadosamente elegidas y el color de las paredes se renueva año tras año. Hay planes para la cena, para las vacaciones de agosto, para comprar algo nuevo como una vajilla, mandar a los niños con la abuela para el escape del fin de semana. Cosas normales. Renuncié a esa vida llena de importantes decisiones diarias, cambiándola por esta indolencia de no tener a quién decirle que el fin de semana voy a dar una vuelta por un pueblo pequeño y frío donde no haya ningún viejo con quien hablar. Esta manera de estirarme en la cama viendo el reloj que hace avanzar la vida hacia las ocho de la mañana. El desayuno de este lado de la vida es un lento revoltillo de huevo con tocineta, que engorda pero es una delicia, café con leche, pan campesino bien grueso y oloroso untado con mantequilla, queso blanco. Una hora lenta para comer mirando por la ventana el árbol que no sé cómo se llama, pero que reconocería en cada una de sus partes si lo viera en otro lugar, de tánto que lo he mirado buscándole un misterio que no tiene. Ése debe ser el error que está en el fondo de mi manera de pasar revista a la vida: no hay dobleces y todo es simplemente así porque es como tenía que ser. Y nada importa. No he querido nunca cambiar el mundo y no me arrepiento. Los demás no merecen esfuerzos y nunca he entendido qué es eso que los muchachos idealistas llaman el hombre o el pueblo. Hay dos o tres seres que nos es dado conocer en la vida que se merecen respeto, lo demás es una mierda, o nada de nada si se le resta el sentimentalismo.

También hay seres a los que amamos por razones distintas a sus virtudes. Porque a pesar de saber cuánta sumisión, postergación y renuncia hay detrás, amo el recuerdo de mi madre. Aquellos ojos que miraban todo como si nada les perteneciera y lloraban la distancia del mundo al que abandonaron por parir unos hijos y efectuar un diario simulacro de amor y ¿quién soy yo para juzgar esa entrega? ¿es que mi soledad me ha hecho más feliz? No tener obligaciones es un logro demasiado triste para ser un consuelo. Recuerdo, con cierta vergüenza, que cuando tenía unos catorce años juré que jamás sería como mi madre. Creo que todas las niñas que han tenido un motivo más o menos válido para querer vivir de otro modo han hecho a su manera ese mismo juramento, aunque después lo hayan olvidado de la manera más conveniente. Mi mamá era una mujer que aprendió a ser bondadosa, si es que es posible dar con el sentido concreto de esa palabra tratándose de ella, a lo largo de sesenta años vividos en el encierro y la dedicación. Ella era dedicada, creo que esa es una mejor palabra. Se dedicaba a los otros, es decir, a nosotros. Lo único que hacía para sí misma era bañarse, vestirse, alimentarse, esas cosas automáticas. Yo la veía ir y venir dentro de su mundo lleno de deberes y pensaba que era la más cabal materialización del abandono de la vida. Cuando murió, cosa que sucedió con la más absoluta naturalidad y sin que a nadie le pareciera injusto, como si se tratara una vez más de que cumpliera con su deber, creí entender que para ella hubiera dado lo mismo entregar su vida a la arquitectura, a la lucha por los derechos humanos, a la cría de gallinas ponedoras o al cultivo del bonsai. Se trataba de pasar, pasar siempre para llegar por fin al otro lado, sin más ilusiones que las del olvido. Lo demás era puesta en escena, ilusiones como el esfuerzo y el triunfo. Empecé a tener una que otra duda.

Eran los años en los que la Universidad me encandilaba. Los vértigos del saber que hallaba en los libros y las clases corrían en franca competencia con el descubrimiento de que había algo en mí que le gustaba a algunos hombres. Amé la vida de los cafetines y el ardor de las discusiones de pasillo en las que una teoría para solucionar todos los problemas de la humanidad se estaba armando. Respiré hondo el aire de libertad que parecía salir de cada aula, de los encuentros en la grama bajo los escuálidos árboles llenos de amenazantes pájaros negros. Lloré hasta el fin del alma cada pérdida y celebré con ebriedad cada victoria. Era una fiesta buscar la ropa adecuada cada mañana y llegar sacudiendo trapos. No faltaba gente a quien saludar, alguien que dijera ¡qué bonita estás hoy!, el que preguntara por mi tiempo libre o mis planes para el fin de semana. Maneras de buscar verse sin público. Fumaba mucho, tomaba café a todas horas del día y andaba siempre en grupo, acorralando con la presencia de otros todo asomo de temor, porque la vida era estar ahí en medio de todos pidiendo un sanduche de queso y un conleche grande, enamorándome de un profesor, buscando un libro… ¿cómo iba a saber que ese entusiasmo alborotado se me moriría tan rápido sin permitirme ruegos ni treguas?

Creo que todo empezó cuando tuve la sensación de que algo se estaba repitiendo. Después esa sensación se volvió una certeza y finalmente un fastidio. Los profesores no tenían nada más que decirme después de los primeros tres años. El conocimiento que nos era preciso para ejercer celosamente la profesión de bibliotecarios en grado de licenciatura se reducía a una que otra técnica de archivado y clasificación. Una docena de frases podían considerarse excesivas para resumir el saber que necesitábamos. A la gente le parecía muy cómodo, porque una vez superado el tercer año no había otro esfuerzo que hacer que esperar dos años más para recibir de toga y birrete el flamante título. Aceptada la idea de esperar dos años más sin ningún reto para el intelecto, puedo aceptar hoy que cometí la equivocación de poner todas mis esperanzas en lo que, a falta de mejor palabra, se llama amistad. En esa época no habría usado la distancia irónica. Creía firmemente que los amigos me salvaban las horas y era un placer gastarlas conversando, sonriendo, lanzando anzuelos, recogiendo redes: ese juego.

Pero también ahí se asomaron las sospechas. Había en aquellos ojos mucho de falso, en esa sonrisa una intención oculta. Llegó un momento en que cualquier proposición convocaba la duda y todo fue como andar por un campo minado. El asunto se limitaba a una pequeña posibilidad de maniobra que apenas permitía escoger con qué tipo de bomba quería uno estallar en pedazos. Creo que fue cuando llegó el tiempo de creer que consiguiendo un lugar tranquilo donde sentirse en paz dentro de esa cosa verde que llamamos naturaleza era posible encontrar al mismo tiempo una especie de equilibrio. Pero ése iba a ser un empeño que se me instalaría un año después. Faltaba todavía pasar por la idea de querer escribir lo que me había pasado. Tenía una fe inquebrantable en mi capacidad de recrear en palabras sobre papel el mundo que me rodeaba. Le di todas las vueltas que me fue posible y hasta llegué a escribir algunas páginas aunque más bien con desgano.

No me costó mucho llegar a la idea de que es imposible transferir una experiencia, aunque llegué por una vía tortuosa. En esos meses me había enamorado, no era nada raro que me enamorara ¡quién volviera a sentirlo! de un muchacho rigurosamente negado a la posibilidad de considerar importante una sola de mis opiniones. A pesar de todos mis descubrimientos sobre la posibilidad de la existencia de la pareja, seguía pensando que dos personas debían tener algo en común para andar juntas, mirarse al abrir los ojos en la mañana y compartir el mismo lavamanos al cepillarse los dientes. Creía que ese algo sólo podía descubrirse conversando. Yo buscaba un tema cualquiera, una película recién vista por ejemplo, para ejercitar eso que yo veía como el placer de la conversación; él me miraba a través de una inmensa distancia, podría decir que hasta con la boca un poco abierta si no fuera una exageración cruel, y finalmente me respondía con una frase que no tenía nada que ver con lo que yo venía diciendo.

Después de miles de encuentros sordomudos como ése, comenzaron las discusiones serias. Era claro que debíamos separarnos. Pero él no quería irse y estaba decidido a demostrarme que podíamos convivir por encima de nuestras diferencias, porque en la cama éramos realmente una buena pareja. En un año la idea de «por encima de nuestras diferencias» se tradujo en un completo silencio. Los temas de conversación desaparecieron y el día transcurría pacíficamente, sin mediar palabras, cada quien enfrascado en sus rutinas cotidianas. Era un infierno lento. Entonces entendí que para lograr una comunión, una compenetración con otro, ese ideal de estar conectado con alguien más, era preciso que uno de los dos se despojara de sí mismo. No tardó en llegar el asco. Tampoco se hizo esperar otro hombre, antrevido, insistente, capaz de hacer una locura aunque me molestara. Claro que me enamoré. Fue una escena conmovedora la del adiós: todas las terribles excusas que podemos inventar para librarnos de alguien que nos ama. Las aristas rigurosas de lo cruel. Un acto de desprendimiento que ignora toda piedad. Ódiame para que ya no me quieras: como un tango.

Y por ahí fue que llegué a la idea de que jamás sería capaz de poner en papel lo vivido. Cómo, si había sido incapaz de sacármelo del alma para dárselo a un ser que me amaba hasta el punto de renunciar a sí mismo. Nadie más volvió a ofrecerme tanto, nunca volví a buscar la perfección. Si no era posible la armonía con una persona, había entonces un lugar -¿dónde?- en el que ciertas cosas podían acomodarse a cierta paz. Miraba las casas de los otros y me imaginaba sentada en ese sillón de mimbre, regando esa grama, dándole de comer a ese perro. Iba los fines de semana a buscar pueblos que sólo existían en mi imaginación, manejando mi carro destartalado por las carreteras del interior. Veía pueblos soleados con casitas rodeadas de flores. Eran los paraísos de otros en los que estaba segura que yo también sería feliz. Pero sabía que se trataba de desear ser otro que no fuera yo, vivir cualquier vida que no fuese la mía.

Me acuerdo del día en que Gerardo me dijo que estaban buscando una bibliotecaria en un pueblito del interior. Nunca supe por qué me buscó a mí para proponerme el trabajo ni cómo llegó hasta él la noticia de que en un ancianato, a seis horas al oeste de la capital, se estaba armando un salón de lectura y buscaban a alguien que se encargara de organizarlo y mantenerlo. No me hice muchas preguntas. Dejé a un lado todos los planes que había armado para mantener el alma viva, recogí en una maleta y cuatro cajas todo lo que tenía y me fui sin despedirme. Nunca le escribí a nadie ni llamé a nadie. Desaparecí. Era el sueño que me había asaltado en los últimos meses, una necesidad desesperada de borrarme, convertirme en polvo. Como era y soy absolutamente incapaz de ponerme una pistola en la frente y hacer lo que corresponde, entonces tenía que atreverme a irme de una manera distinta, pero lo más definitiva posible. No era un irme de mí, sino un escapar de los otros.

Ahora tengo que volver a meter en cajas mis cosas. Tres años acumulan libros, muebles, ropa, el enorme matero con la palma que no quisiera dejar… va a ser todo más aparatoso y complicado, aunque también en estos días he sentido ese impulso que le hace a uno mirar los autobuses y los aviones con un principio de envidia. Irse, irse es lo que nos salva. Dejar la palma y su matero. No quedarse mirando un ángulo de la casa como para intentar retenerlo en el recuerdo. Irse sin dejar atrás mensajes, sin importar que haya que escoger entre los libros sólo unos cuantos porque los demás no caben, sin pensar qué esquina estamos dejando para siempre. ¿Para qué recordar? No hay razones. Aprender a ubicarse en una ciudad nueva, detenerse en los descubrimientos cotidianos, reconocer poco a poco eso que es como un latido y una cosa que fluye en las ciudades que aprendemos a habitar, es un acto tan parecido al amor, sustituye con tanta eficiencia la sensación de alegría, que uno no puede resistirse a querer que suceda una y otra vez.

Cuántos estarán pensando hoy que me han herido de muerte con este derrumbe. Creo que soy la única persona en esta historia que va a perder un trabajo y un sueldo. Aquí eso parece ser más catastrófico que perder un hogar, una razón para vivir, un sitio para reunirse a conversar con un amigo mirando la grama que crece entre las grietas del cemento. Hay una inmedible distancia entre lo que piensan de nosotros esos seres que nos ven pasar y lo que creemos ser, saber y soñar. Para mí es una liberación este asunto que hace sufrir al padre Samuel y tal vez para él también lo sea. No se me ha olvidado que hace unos meses andaba por los pasillos discutiendo con el cura joven en voz baja, porque parece que estaba empeñado en hacer algo que el director no quería. El padre Samuel le dijo algo como …si lo haces… un segundo antes de dejar al curita plantado en la puerta de la biblioteca para seguir caminando por el pasillo hacia el comedor, meneando su batola beige. El curita me miró sin terminar de entrar y finalmente se echó sobre una silla. Era el mismo cura joven que tántas veces había venido a pedirme libros sobre la edad media. Estaba escribiendo un ensayo o solamente estudiando la época, no sé muy bien, porque prefería evitar las conversaciones con los curas que tienen el defecto horrible de relacionar todo con su oficio, son incapaces de colocar la vida en otro lado.

Y además estaba el asunto ése de los gritos. La gente decía que los oía a media madrugada, como la voz de un condenado que pidiera clemencia. Nunca los oí. Vivo lo bastante lejos y duermo lo bastante profundo para evitarme esos escalofríos, si es que la historia es cierta. Aquí hay muchos cuentos, fábulas que se vienen repitiendo desde los tiempos de la Colonia, y cada tanto hay alguien que jura haber visto, haber oído lo mismo que fulanito hace cuatroscientos años. Así que quién sabe. Como sea, hay que ir allá hoy, caminar quitándole inclemencias al sol en cada resto de sombra y llegar poniendo una cara acorde con las circunstancias. Hay que etiquetar las últimas cajas, desarmar estantes… y es inevitable pasarse la mañana diciéndole adiós a cada cara arrugada que nos viene a palmear la espalda con su consuelo incapaz de esperanza.



Los hombres de la mudanza se llevarán todo en un par de camiones, despojando el espacio de toda cosa que le dé sentido. Qué importa que estas paredes sean derrumbadas si ya no son más que paredes. No hay biblioteca, ni cuartos, ni comedor, ni estar con música. Todo es un espacio vacío y las marcas que han dejado las cosas en el límite del espacio que les pertenecía no pasan de ser un espejismo de presencia. Es nada un lugar en el que nada hay. Qué importa si unas máquinas lo acaban para siempre. Lo que la señorita Olga esté pensando ahí, detenida en el borde de la puerta dirigiendo el movimiento, se me escapa. Nunca voy a saberlo. Puedo creer tranquilamente que no piensa. Tiene los ojos ocupados, la tensión de los músculos es clara. No necesita entender, le basta con presenciar ese final sin pausa. Podría creer que no tiene miedo al vacío que va a abrirse detrás del último camión que se lleve todo, cuando la última mano arrugada se canse de decirle adiós desde una ventana grasienta. ¿Se quedará hasta que ya nada quede? Es mejor para ella que se vaya antes, pero cómo saber lo que quiere.

Puedo también creer que lo único que siente es un gran aburrimiento y espera que se acabe el lento trasiego de una vez… que el último anciano hediondo desaparezca.


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