Capítulo VI




La tarde ofrece cierto alivio, porque las nubes han entrado en tropel a encapotar el cielo y ese viento fresco anula los calores habituales de las tres. La pequeña ciudad se agita un poco, como siempre que hace fresco y hay quien decide no dormir la siesta y aprovechar el buen tiempo para pagar aquella cuenta en el banco, comprar el hilo azul que hace falta desde hace días y tal vez unos botones, cumplir con esa visita que se ha postpuesto por semanas. Nadie sabe que otros han tomado decisiones parecidas y las calles se pueblan de un lento murmullo que más que una coincidencia parece la ejecución puntual de un plan largamente estudiado. Es la misma coincidencia que se cumple en encuentros que nadie ha podido prever pero parecen planeados.

Cómo explicar qué deseo estuvo detrás del impulso que depositó a Adela en la puerta del bar donde sabe que van a beber mujeres solas sin que el asombro llegue a ser escándalo. Dónde encontrar la razón por la que en el mismo instante Olga miró hacia la puerta que se abría y la vio entrar en la dócil obscuridad en la que los cuerpos se acomodaban sin tropiezos. Adela encontró una mesa pequeña y se hundió en la silla intentando distraer el temblor de las manos. Nunca había estado sola en un bar. No sabía cuál era el gesto adecuado, la manera usual de pedir un trago ni qué pedir. El vino no le parecía una bebida común en este ámbito y quería más que nada pasar inadvertida, evitar cualquier cosa que llamara la atención. Olga la observaba comprendiendo cómo se sentía Adela, porque ella también entró hace tiempo por primera vez sola en un bar. Qué rápido se vuelven rutina los gestos que una vez nos parecieron atrevidos. No pasaban tres tardes sin que Olga se acercara al bar, a esas horas en las que casi nadie tiene ánimo todavía de manosear una copa, pasadas las tres, siempre antes de las siete. Era el momento del día que le gustaba para todo lo que consideraba privado.

Dudaba si acercarse a la mujer de Narváez Fonseca o hacerse la que no había visto nada. Adela era una mujer dada a las largas conversaciones y una que otra vez había ido a la biblioteca del ancianato y se había instalado como de visita. En realidad no la conocía más allá de saber cómo se llamaba, dónde vivía y qué hacía su marido, que es lo menos que se puede saber de una mujer en este pueblo donde enterarse de los detalles de las vidas ajenas es el pasatiempo popular. Si Adela seguía observando con tanta insistencia el bar terminaría descubriendo a Olga en la esquina de la barra. No tenía por qué ser una mala idea conversar con ella, como otras veces en la biblioteca.

Olga no era una figura amenazante, estaba ahí familiarmente sentada en la barra marcando el compás con una pierna y tal vez preguntándose si valía la pena venir a sentarse con Adela en esta mesita donde ya el primer vaso de ginebra con jugo de naranja y mucho hielo estaba vacío. Tomó tantas precauciones para hacer esto, algo que todos en aquella penumbra parecían tomar con naturalidad. El mesonero no mostró ni una pizca de asombro, el barman no la miró más de un segundo, las tres personas que tomaban dispersas y solas ni se habían volteado a verla. Solamente Olga, porque seguramente había sentido alguna vez ese miedo y ese placer de aventura. ¿Por qué lo había hecho?

Desde temprano tenía el ánimo revuelto, sentía esas ganas que le daban a veces de correr y correr a cualquier otra parte. Esa asfixia: el presentimiento punzante de que se había equivocado en cada decisión que tomó, en cada compromiso aceptado sin resistencia. No había tiempo ya para el retroceso, era mejor no pensar. Porque, qué hacer después con todos los propósitos de enmienda cuando una casualidad cualquiera atravesara un obstáculo y ya no fuera posible creer rigurosamente en que somos capaces de encontrar la salida. Olga había metido una vez su ropa en la maleta y sus libros en una caja y se había ido sin explicaciones. Quería seguir haciéndolo hasta el fin, aunque el miedo a la soledad y a la vejez que se acerca sin pausa la paralizara ciertas noches sin sueño.

Adela no podría meter todo lo que tiene en una maleta y una caja. Por eso no se va a ninguna parte. Pero tiene otra manera de no estar en los lugares que le hicieron daño, lejos de los seres que la atormentaron: olvida. Puede borrar a voluntad cualquier cosa de su memoria y esta amnesia bien administrada le permite iniciar cada día como si el mundo comenzara a existir en ese instante. Todo va muy bien hasta que llega un momento imposible de controlar como éste de hoy. Entonces hay que inventar un pequeño susto para distraer un inmenso terror. Es mejor no hablar. Ella debe haber venido aquí porque quería estar sola, sentada en la barra balanceando una pierna; hundida en la silla frente a la mesita de la esquina. Cada una en su mundo cerrado, presintiendo la cercanía de la otra y alejándose deliberadamente porque saben que no hay encuentro posible.


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